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Por la noche siempre había empeorado. Y aquella noche era precisamente la primera en que no me daban ningún calmante que me ayudara a dormir. El doctor Moreno, el psiquiatra a cuyo cargo estábamos, me fulminó con una de sus características miradas impacientes al decirme: «Ya es hora de que vuelva a valerse por sí mismo, Mr. Duluth. Le hemos mimado bastante».

Le respondí que no dijera tonterías, que lo que pagaba semanalmente cubría con creces el costo de una dosis triple de bromuro. Rogué, discutí; finalmente se me desató la furia y le descargué una andanada de esos notables términos que son privilegio exclusivo de los alcohólicos encerrados y privados del alcohol durante una quincena. Pero el doctor Moreno se limitó a encogerse de hombros, como si dijera: «¡Estos borrachos dan un trabajo!…».

Empecé a maldecir de nuevo, pero me interrumpí al pensar: «Al fin y al cabo, ¿para qué?». No podía confesar el verdadero motivo por el cual quería bromuro. No admitiría que tenía miedo, un terror ciego, horrible, como el de un niño que teme quedarse solo en la oscuridad.

Había bebido a razón de ocho horas diarias durante casi dos años. Había llegado a ese estado a causa del incendio en el teatro que había causado la muerte de Magdalena. Pero un litro de whisky por día es incompatible con una vida normal de trabajo. En mis escasos momentos de lucidez había empezado a comprender que mis amigos se estaban cansando de tenerme lástima; que tiraba por la borda la reputación que había ganado como el empresario teatral más joven de Nueva York, y que si seguía en ese tren, pronto haría caer definitivamente el telón sobre la tragicomedia de mi propia vida.

No habría tenido inconveniente en seguir empinando el codo hasta morir. En realidad habría estado dispuesto a irme alegre y deliberadamente al diablo. Pero había ocurrido uno de esos incidentes triviales. El mismo día de su publicación, trece amigos me habían regalado sendos ejemplares del libro de Bill Seabrook, Sanatorio. Había sido una gentil insinuación que ni siquiera yo había podido pasar por alto. Había hojeado el libro y descubierto los relativos encantos de una cura en un sanatorio, lo que me había inducido, en un arrebato de impulsiva determinación, a dar el gran paso. Había librado a Broadway de un borracho aburrido, y me había entregado a los compasivos cuidados del conocido y discretamente denominado Sanatorio del doctor Lenz.

No era en realidad un sanatorio, sino un manicomio de lujo para los que, como yo, habían perdido el dominio de sí mismos. El doctor Lenz era un Psiquíatra Moderno, con mayúscula. Después de un breve plazo de gradual reducción de la dosis, habían pasado tres semanas sin una gota de alcohol, que habían sido un infierno para mí y para los pobres diablos que habían tenido que cuidarme. Intercaladas entre mis arrebatos de agresividad pugilística contra los enfermeros y alguna que otra treta de borracho para burlar a las bonitas enfermeras, hubo sesiones de hidroterapia, masajes y baños de sol. Era uno de lo tipos menos atractivos de hombre-esponja, pero mejoraba.

Por lo menos Miss Brush, la hermosa enfermera diurna, así me lo dijo esa tarde. Supongo que por eso me suprimieron el calmante. Según ella, lo que ahora necesitada era voluntad de salir a flote. Mucho después de haberse marchado el doctor Moreno, seguía despierto en la cama, agitado y tembloroso, pensando que pasaría mucho tiempo antes de que volviera a tener voluntad para nada.

No sé si todos los borrachos presentan los mismos síntomas, pero yo, una vez privado de estimulantes o sedativos, sólo sentía miedo. Y no porque tuviera alucinaciones de ratas rosas o elefantes púrpuras. No era más que un insoportable terror de quedarme solo en la oscuridad; la violenta necesidad de que alguien me tomara la mano y me dijera: «No es nada, Peter; estoy aquí, todo va bien».

Podría haber llegado a la conclusión de que no había nada concreto que temer. Conocía a los chiflados que vivían a mi alrededor y sabía que eran perfectamente inofensivos; quizá menos peligrosos que yo. Mi habitación o celda, como quiera llamársela, era confortable y la puerta estaba abierta. Mrs. Fogarty, la enfermera nocturna, estaba en su pequeña habitación de guardia, al final del pasillo. Bastaba conque la llamara por el teléfono interior que había juntó a mi cabecera, para que acudiera a mi lado, precedida por el frufrú de sus faldas, como una Florencia Nightingale de cara de caballo.

Sin embargo, no podía descolgar el teléfono. Me daba vergüenza confesar que me producía tanto miedo la vaga sombra de los grifos del lavabo sobre la pared blanca, que tenía que emplear toda mi voluntad para no mirar esa zona de la habitación. Tampoco podía decirle que el punzante recuerdo de Magdalena quemándose viva, poco menos que ante mis ojos, me volvía sin cesar a la memoria, como el tema de una pesadilla que siempre reaparece.

Me revolví en mi cama estrecha e higiénica, y dirigí la mirada hacia la reconfortante oscuridad de la pared. Hubiera dado cualquier cosa por un cigarrillo, pero no se nos permitía fumar en la cama, aunque, por otra parte, tampoco dejaban tener fósforos. Todo estaba muy silencioso. Algunas noches el viejo Laribee repetía en sueños, en la celda contigua, las cotizaciones de Bolsa del año pasado, pero ahora no se oía nada. Silencio, soledad, ni el más leve ruido…

Estaba quieto en mi cama, atento al silencio, cuando oí una voz. Era tenue, pero muy clara. Decía: «Peter Duluth, tienes que irte. Tienes que irte ahora».

Me quedé completamente inmóvil, paralizado por un pánico que era mucho peor que el simple terror físico. La voz parecía venir de la ventana. Pero en ese momento no podía pensar en tales cosas. Sólo sabía —y lo comprendí con horrible lucidez— que esa voz tan nítida era la mía. Escuché, y nuevamente percibí mi propia voz que susurraba: «Tienes que irte, Peter Duluth. Tienes que irte ahora».

Por un instante pensé que me había vuelto loco de verdad. Me estaba hablando a mí mismo y, sin embargo, no podía sentir que se me movían los labios. No tenía la sensación de estar hablando. Con un movimiento repentino, desesperado, levanté una mano trémula hasta mi boca y la apreté con fuerza sobre los labios. Quizá pudiera hacerme callar, interrumpir ese sonido suave y horrible.

Pero la voz —mi voz— insistió nuevamente: «Peter Duluth, tienes que irte».

Hubo una pausa, una pausa infinitesimal, y luego agregó en tono aún más bajo, confidencialmente: «Habrá un asesinato».

No estoy muy seguro de lo que pasó a continuación; pero tengo un vago recuerdo de haber saltado de la cama y corrido desesperadamente por el interminable corredor iluminado. Fue un milagro que no me encontrara con Mrs. Fogarty, la enfermera nocturna. Pero no me topé con ella.

Por fin di con la puerta de cristal que separaba el pabellón de los hombres de otras dependencias. La abrí y seguí corriendo, descalzo, en pijama, con la única idea de huir de mi habitación, de alejar de mis oídos el eco de aquella voz.

Estaba en un lugar que pisaba por primera vez, cuando oí pasos detrás de mí. Mirando por encima del hombro, vi que se trataba de Warren, el enfermero nocturno, que corría en mi dirección. El solo hecho de verle pareció despejarme la cabeza, y me prestó una especie de astucia desesperada. Antes de que me alcanzara, cambié de rumbo y subí velozmente por una escalera.

Al llegar arriba, después de vacilar un segundo, corrí hasta una puerta, la abrí, y después de entrar la cerré de golpe. No tenía la menor idea de dónde estaba, pero me invadía una absurda sensación de triunfo. Me incliné y, a tientas, busqué la llave. Una vez cerrada la puerta con llave, Warren se tendría que quedar fuera. Nadie podría llevarme a mi habitación.

Pero mientras palpaba inútilmente la madera, abrieron de un golpe la puerta y sentí que un brazo de acero me sujetaba la cabeza. Estaba oscuro y no podía ver a Warren, pero le pegué, le arañé y le eché maldiciones. Era como discutir con una grúa. Warren era menudo y delgado, pero resistente como un cable de acero. Se limitaba a apretarme el pescuezo con un brazo y a parar mis golpes con el otro.

Todavía estábamos trabados en ese amoroso cuerpo a cuerpo cuando de repente la habitación se inundó de luz y oí una tranquila voz femenina que decía:

—Suéltelo, Warren. No le haga daño.

—Pero le ha dado un ataque, Miss Brush.

Warren apretaba más el brazo alrededor de mi cuello, hasta hacerme doler las orejas.

—Va a estar bien. Déjelo de mi cuenta.

Sentí que poco a poco me soltaban. Parpadeando, encandilado, miré a mi alrededor. Era un dormitorio. Había una lámpara encendida en la mesilla de noche, y Elisabeth Brush, nuestra enfermera diurna, que llevaba un pijama de seda blanca, venía tranquilamente hacia mí.

Casi todos mis temores se desvanecieron cuando la vi. Siempre me ocurría lo mismo. Con aquel pijama, el rubio cabello suelto rodeándole la cara, parecía un ángel sumamente sano, una especie de atlético entrenador celestial.

—Conque vino a visitarme, Mr. Duluth —decía con una sonrisa cordial—. Eso está mal. Sabe que el reglamento lo prohíbe.

Sabía que se mostraba complaciente conmigo porque me creía un chiflado, pero no me importaba. Necesitaba que me trataran con bondad, que me mimaran.

Con la cabeza gacha, dije:

—Tenía que salir de allí, Miss Brush. No podía quedarme en aquella habitación…, y oír que mi propia voz me hablara de un asesinato.

Los ojos azul oscuro de Elizabeth Brush me miraron fijamente.

—¿Por qué no me cuenta lo que ocurrió?

Warren permanecía junto a la puerta, todavía receloso. Pero Elizabeth Brush le tranquilizó con un movimiento de la cabeza y se sentó frente a su tocador. Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, me había sentado en el suelo y reclinado la cabeza sobre su falda, como si fuera un niño de cinco años en lugar de un hombre de más de treinta. Se lo conté todo, mientras ella hacía comentarios tranquilizadores, acariciándome el cabello con dedos probablemente bastante hábiles en jiu-jitsu para reducirme a la impotencia si intentaba ser demasiado audaz.

Paulatinamente me fue dominando una sensación deliciosa de calor y bienestar. No me di cuenta de la presencia del doctor Moreno hasta que resonó en la habitación su breve exclamación:

—¡Y bien, Miss Brush!

Los dedos se inmovilizaron sobre mi cabello. Levantando la cabeza, vi al doctor Moreno en pijama y bata. En una época había actuado en las tablas, y siempre tenía el aspecto de un atractivo primer actor caracterizado de médico, de aquellos que en el tercer acto renuncian a la heroína para bien de la Humanidad. Pero en ese momento más bien parecía un traidor de melodrama. Sus ojos negros, españoles, centelleaban con una emoción que, en el confuso estado de ánimo que me hallaba, no supe interpretar.

—Verdaderamente, Miss Brush, esto es completamente innecesario, y como terapéutica psiquiátrica, de lo más pobre.

Elizabeth Brush sonrió imperturbable.

—Mr. Duluth estaba asustado.

—¿Asustado? —El doctor Moreno cruzó la habitación y me hizo ponerme de pie—. Duluth debería mostrarse más sensato. No le pasa nada. Dios sabe que tenemos bastante trabajo con el cuidado de los pacientes que están realmente enfermos, sin necesidad de estas escenas.

Yo sabía perfectamente lo que pasaba. Creyó que simulaba con la esperanza de que me dieran algún narcótico. Él no estaba de acuerdo con que el doctor Lenz aceptara internar a alcohólicos, y yo lo sabía. Consideraba que atendernos era desperdiciar los tratamientos, y que además causábamos demasiadas molestias. De pronto sentí vergüenza. Era casi seguro que le había interrumpido un sueño que le hacía mucha falta.

—Vamos, Mr. Duluth —me decía con impaciencia—. Warren le llevará a su habitación. No sé cómo pudo escapar. No lo sé.

Cuando habló de volver, mi pánico renació. Empecé a forcejear, e inmediatamente fui confiado a las manos de Warren. Pero mientras los flacos dedos del enfermero nocturno se aferraban a mis muñecas, Elizabeth Brush llamó aparte al doctor Moreno y le dijo algo que no pude captar. Inmediatamente después el doctor Moreno me miró con otros ojos, se acercó y me dijo con tono sereno:

—Tendré que llevarle en seguida a que le vea el doctor Lenz.

Miré dubitativamente a Miss Brush, pero ella, cordial y persuasivamente, dijo:

—Claro que querrá ver al doctor Lenz.

Tomó una manta de su cama y me envolvió con ella los hombros. Luego hizo aparecer unas zapatillas que no sé cómo me estaban bien. Antes de que tuviera tiempo de expresar mi opinión me llevaron sin más trámites por el pasillo.