XVIII

El asiático

Stu Sumito, de origen chino, viudo y dueño de un supermercado, dejó de administrar su negocio y delegó esa responsabilidad al esposo de su única hija: Exequiel, venezolano de nacimiento e instruido en Inglaterra.

Debido a su misantropía, nadie lo soportaba. Ocupaba una lujosa y aislada casa de su propiedad: situada al borde de una espaciosa autopista. Cada vez que llegaba el cartero, se imaginaba que había fallecido un hermano o tío en su país. Pero, en vez de misivas con malas noticias, siempre recibía facturas por los servicios básicos de la residencia [de luz, agua, teléfono, combustible].

Cuando sonaba alguno de sus teléfonos [el alámbrico o celular], le sobrevenían taquicardias: creía que le sería anunciada la muerte de su hija o nieto y se quedaría sin familia.

—Padre amado, temo que estés padeciendo sicosis —preocupada, le dijo su hija Shiu durante una fugaz visita—. Ve a consulta médica. En la ciudad hay magníficos especialistas en Psiquiatría.

El viejo rehusaba cualquier tratamiento médico. Su existencia prosiguió idéntica: imaginándose que un pariente moría y que, de súbito, se lo notificaban mediante una misiva o una llamada telefónica.

Una mañana escuchó el ruido de dos autos distintos y se asomó por uno de los ventanales. Captó las máquinas de rodamiento. Una era la de Shiu. De la otra, negra y larga, similar a las empleadas en los cortejos fúnebres, descendieron cuatro hombres. De la espaciosa cochera sacaron un féretro.