XIII

El fablador y la hermosa policía

El fablador detuvo su automóvil en un lugar de la Calle 23, transversal con el Edificio Central de Medios Universitarios. A su máquina de rodamiento, pronto se aproximó una mujer de la Policía del Tránsito (PT) y lo interrogó:

—¿No ve usted la raya amarilla en la acera, Señor? De acuerdo con la Ley vigente, indica que no puede estacionarse aquí.

Antes de responder, Ulises Dellmorall Monagas examinó a la dama: llevaba un traje verde, una boina blanca, un pito encadenado al cuello, un revólver (Smith Wilson, calibre 28), un teléfono celular y un rolo adherido al cinturón. Era una chica de tez blanca, ojos púrpura y hermosa figura.

—Eres una joven muy atractiva —luego de medio minuto y bajándose del vehículo, musitó el infractor.

La resguardaleyes se ruborizó. Sin embargo, fingió que no había escuchado. Miró al periodista y le pidió que le mostrara su documentación personal (carnets de «ciudadanía», «propiedad» y de «conducir»).

—No se enfade, oficial —cambió Ulises el tono de su voz—: no soy un forajido. Soy periodista y trabajo allá, en el Edificio Central de Medios Universitarios. Soy una persona decente.

Por instrucciones del alcalde, los «policías de tránsito» podían permitir a los comunicadores sociales y reporteros gráficos que estacionaran sus carros en zonas «prohibidas»: se presumía que la naturaleza de sus actividades lo exigía.

—Discúlpeme, Señor —luego de advertir que los papeles de Dellmorall Monagas estaban «en orden», expresó la muchacha—. Le sugiero que coloque un «aviso» en el parabrisas que diga Prensa o Periodista.

Ese primer encuentro entre Ulises y la policía los afectó. Durante todo el día, mientras trabajaban, ambos pensaron el uno en el otro. Al siguiente día, casi a la misma hora, se toparon de nuevo en la Calle 23. En esa ocasión, Dellmorall Monagas descendió de su auto y le obsequió un ramo de flores:

—Estás más hermosa que ayer —le dijo—. Estoy conmovido por tus encantos, oficial

La funcionaria bajó la mirada y recibió, atemorizada, el regalo.

—En la Comandancia de Tránsito me llamarán la atención —murmuró.

A exceso de velocidad, de repente un conductor pasó y casi los atropella. Con fuerza, la mujellera (cuyo nombre era Rosalba Antúnez Ovejuna) pitó al desconocido. El incidente interrumpió el segundo contacto entre ambos. Ulises fue a su oficina y ella caminó hacia el infractor, a quien multaría.

Transcurrieron los días y entre ellos se estableció una relación más profunda. Planearon experimentar un encuentro íntimo y se citaron a un hotel, en «las afueras» de la urbe. El periodista le rogó a la chica que acudiera uniformada y con su equipo de trabajo. La policía lo satisfizo.

En la habitación, después de ardientes besos, Ulises se desnudó. A Rosalba sólo le quitó el verdeoliva pantalón. Ni siquiera permitió que se quitara el arma, el rolo y el pito.

—Siempre anhelé fornicar con una mujer policía, una monja y una muerta —dilucidó—. Por favor: te suplico que me comprendas…

La funcionaria, que era una profesional inteligente y desprejuiciada, comenzó a dirigir el coito a pitazos. «Muévete hacia la izquierda», «hacia la derecha», «hacia adelante», «¡detente!» —sucesivamente, indicaba con las manos—. Cuando quiso acariciarle a Ulises el trasero con el rolo, el hombre reaccionó.

—No utilices el rolo: acaso, ¿estás loca? —gritó.

En ese instante a ella le sobrevino un orgasmo y pitó tan fuerte que enloqueció al periodista. Él sacó su falo, que ya expelía semen, y le dio un puñetazo en la cara a la bella mujer policía. Rosalba reaccionó de inmediato: con su arma de reglamento, le apuntó en dirección a los testículos y disparó dos veces el enorme revólver.