Los auxiliadores de carreteras
A las 3 p. m. de un lunes de Noviembre, Persia H. transitaba con su automóvil por la «Avenida Azparren» que bordea la zona noroeste de la ciudad de Barquisimeto (Venezuela). Se desplazaba a una velocidad de cien kilómetros por hora, pero, súbitamente, perdió el control de su pequeño vehículo y chocó contra un poste del alumbrado público: lamentable consecuencia del estallido de una de las llantas.
Antes del impacto, la máquina de rodamiento giró varias veces sobre un pavimento ablandado por los rayos solares.
Persia —quien era sumariadora del un Tribunal de Primera Instancia del Municipio «Franz Kafka»— no sufrió heridas. Sin quitarse el cinturón de seguridad, miró en derredor y captó dos sonrientes rostros:
—Fue usted afortunada —le aseguró un hombre huesudo, tez oscura y mostachos canosos, uniformado de fiscal del tránsito terrestre—. Esta avenida es muy peligrosa. Aquí son frecuentes las muertes por arrollamientos o volcamientos…
—Pero, no se preocupe por lo que el sargento le dice —interrumpió el otro, una persona fornida que exhibía ropas sucias y un gorro de jugador de béisbol—. La auxiliaremos.
El fiscal socorrista abrió la puerta izquierda del carro (fabricación japonesa) y ayudó a la accidentada a deajustarse el cinturón «de seguridad». Luego la sacó para alejarla hacia una de las tiendas de carretera, con techos de palmeras y paredes de espigados troncos de caña seca.
En ellas se resguardaban del sol familias de vendedores de quesos, cachapas, cocos, jugos y loros que se apostaban en las orillas de la vía con niños descalzos y llenos de parásitos. La víctima, que tenía una visión magnífica, advirtió que la carretera estaba repleta de tachuelas.
El ciudadano de la gorra beisbolera se dio cuenta de que ella observaba el pavimento y la distrajo para explicarle que él era propietario de un camión grúa, y que —por una suma que a la sumariadora le pareció exagerada— podía trasladarle su maltrecho automóvil hacia un taller mecánico de la ciudad.
—No tiene otra opción, señora —le dijo—. Si llama a una compañía de grúas de Barquisimeto, probablemente le cobre lo mismo que yo. Perderá tiempo…
Persia H. estaba persuadida de que el propietario de la grúa mentía. Sin embargo, aturdida por lo sucedido, convino: pagaría lo que le pedía. Por ello regresó al vehículo, flanqueada por los «socorristas», para buscar su chequera.
Cuando llegó advirtió que le habían robado su bolso de piel, un teléfono móvil, el reproductor de música, el volante de madera, los cuatro cauchos con sus respectivos rines y una guitarra clásica de reciente adquisición.
—¡No puedo creerlo! —furiosa, exclamó—. ¿Quiénes pudieron desmantelarme en tan pocos minutos?
En tono burlón, uno de los niños que curioseaban, y que portaba una enorme llave ajustable, le indicó que debía levantar la capota o cubierta del motor. Por la dama, el fiscal lo hizo y todos comprobaron que no tenía.
Ofuscada, la mujer pidió al chofer de la grúa que la llevase —sin la carrocería de su deportivo— al establecimiento de la Policía Judicial más cercano de la ciudad. El «socorrista» lo hizo. Luego de formular la denuncia según la cual fue robada y saqueado su vehículo, allá un oficial le permitió usar el teléfono de la comisaría. Llamó a su esposo, le notificó lo sucedido y le rogó que le trajese el dinero que le pagaría al dueño de la grúa. En pocos minutos vino su cónyuge. Le pagó al señor de la grúa y Persia retornó —con él y dos detectives— al lugar exacto donde se accidentó.
Cuando llegaron, una turba de pobladores rodeó el automóvil donde viajaban acompañados de los funcionarios de la «División de Atracos, Hurtos y Robos de Vehículos». Sin excluir a los ancianos, mujeres y niños, todos golpeaban con cabillas o palos la carrocería y exigían que Persia saliera para que «asumiera su responsabilidad». Los ocupantes del espacioso automóvil, de fabricación norteamericana, estaban perplejos.
—¿Qué hice? —confundida, interrogaba la mujer a los pesquisas que trajo al sitio.
El esposo de Persia aceleró para deshacerse del enjambre. Después, se detuvo abruptamente y bajaron los policías para realizar las averiguaciones que correspondían frente a tan extraña situación.
Desde una distancia aproximada de doscientos metros, Persia y su esposo miraban a los detectives platicar con algunos de los atacantes. La conversación no duró más de cinco minutos. Los policías regresaron al automóvil, bajaron a la fuerza a la sumariadora y —sin responder a la iracundia del aterrado esposo— la llevaron hacia la maltrecha carrocería del vehículo nipón improvisado «estrado» que los lugareños instalaron en el lugar donde ocurrió el accidente.
—¡Suéltenme! —exclamaba Persia H., presa del pánico—. Acaso, ¿permitirán mi linchamiento?
—No se preocupe, señora —aseveró uno de los funcionarios—. Nunca hemos permitido las ejecuciones tumultuarias…
Durante su paso por la muchedumbre, los niños la fustigaban con pedazos de cáñamo. Persia no podía entender el idioma mediante el cual vociferaban contra ella. Parecía español, pero las expresiones eran ininteligibles.
En menos de quince minutos, fue «impuesta de los cargos» y sentenciada a muerte por un tribunal que se autodefinió «del pueblo». Los oficiales tuvieron la misión de descargar sus pistolas sobre el encantador cuerpo de Persia, cuyos ensangrentados y mortales restos fueron recogidos por su desconsolado esposo.
—La ignorancia de La Palabra no exime a nadie de su cumplimiento —le expresaron, con severidad en sus rostros, los policías durante el momento cuando el acongojado esposo colocaba el cadáver en la parte trasera de su automóvil.