Balas explosivas
La bala atravesó el vidrio de uno de los ventanales y se incrustó, con fuerza, en el machihembrado del Pent House.
En el instante cuando se produjo el estallido, Hernán Benavides leía los avisos clasificados de un diario nacional. Buscaba un trabajo que remunerase mejor su profesión de «ingeniero mecánico», mal pagada por el gobierno de una de las provincias de la República «Revolucionaria».
Asustado, examinó la ventana. Luego tomó una escoba para barrer los fragmentos de vidrio esparcidos por el piso. Lo hizo con una pala. Retornó a la ventana y escrutó la calle. Abajo, en la esquina, decenas de dopados y embriagados jóvenes exhibían —con insólito desparpajo— varias pistolas que todavía disparaban hacia el cielo. Desde lo alto, les gritó que llamaría a la policía. Los chicos y chicas se dispersaron rápidamente, ufanos de conducir potentes motocicletas y automóviles rústicos. La cervecería (que ofrecía servicios de telefonía celular, «internet», «correo electrónico» y «fax») había cerrado. Eran las 4:30 a. m.
Durmió un poco y despertó con el alba, para dedicarse a extraer el proyectil de bronce de una de las piezas de madera del machihembrado. Lo guardó y le contó a su esposa lo sucedido.
—Sabes que el bronce se vende carísimo en nuestro país —le advirtió su compañera—. No botes la bala…
En el Palacio de Gobierno, donde ejercía funciones de «Ingeniero Supervisor de Obras», comentó a sus compañeros de trabajo lo sucedido durante la madrugada de ese día. Mofándose de él, todos le dijeron lo que su esposa: que no se deshiciera del trocito de metal, que tratara de coleccionar pedazos de bronce.
—Tal vez logres enriquecerte en pocos años —le decían tras emitir sus carcajadas.
Como era insomne, a la madrugada siguiente Hernán estuvo pendiente de nuevos disparos. Su esperanza no estaba infundada. Borrachos y drogados, de nuevo numerosos adolescentes salieron de la Cervecería «Nestscape» para probar sus juguetes de acero. Esa vez dispararon deliberadamente contra la ventana del Pent House de Benavides: el cual, nervioso, se protegía ocultándose debajo de la cama que mantenía en su habitación de estudio.
Más de cincuenta balas se introdujeron por el ventanal para culminar clavadas en el techo. Cuando oyó las sirenas de los patrulleros, supo que el peligro de recibir un proyectil había terminado y repitió la acción de recoger los letales pedazos: Afortunadamente, todos de bronce (las balas de plomo eran destinadas a las Fuerza Revolucionaria Armada Nacional). Pudo comprobar que en los marcos quedó —también empotrada— una cantidad no calculable, a simple vista, de proyectiles. Paciente, se dedicó a sacarlos con un puntiagudo cincel.
Durante semanas, para desafiar a Hernán Benavides, los agresivos disparaban sus armas en dirección al Pent House. Lo que ellos ignoraban era que esas acciones comenzaron a producir felicidad al inquilino que, en un mes, pudo juntar diez kilos de bronce que vendería a un taller de prósperos escultores venezolanos, argentinos y colombianos. Los artistas fundían las balas para vaciar los bustos que una oficialidad ociosa, dispendiosa e inclinada a las ceremonias, de sus países de origen, contrataba para honrar a los desalmados que solían promover como personajes ilustres de sus principales ciudades. En la República «Revolucionaria» estaban especialmente de moda las estatuas forjadas en bronce, de vivos o fallecidos militares: y empresarios, intelectuales, actores, políticos o pintores vinculados al «régimen tiránico».
El precio del kilogramo de bronce oscilaba entre mil y mil quinientos dólares. Por ello, Hernán le pagaba a cinco muchachos para que instigasen a los pistoleros a disparar contra su apartamento: externamente convertido en una especie de colmena a causa de la infinidad de perforaciones. Un año más tarde, al contado, Hernán Benavides adquirió una confortable casa y un automóvil alemán, de famosa marca. Renunció a su trabajo del Palacio de Gobierno. Por concepto de venta de balas, en doce meses acumuló casi un millón de próceres impresos norteamericanos: una cifra que en su país era calificada de asombrosa, y que garantizaba a quien la poseyera una vida presente y futura sin penurias.
Hernán tenía un colega —de apellido Montemayor— que era su confidente. Le contó lo relacionado con el origen de su fortuna. Su interlocutor se emocionó y le rogó que le permitiese participar en el negocio. Benavides le explicó que el Pent House era alquilado. Los contratos, prorrogables, se redactaban semestralmente: empero, podría ocurrir —de un momento a otro— que el propietario le exigiese la desocupación porque una cláusula lo establecía. Sin consultarle, el dueño estaba en condiciones de rescindir el convenio.
Un día Montemayor le ofreció veintemil dólares a Benavides por el «traspaso» del contrato del inmueble: es decir, la suma de todos sus ahorros y prestaciones sociales acumulados en treinta años de servicios al Estado «Revolucionario», más otra cantidad que solicitó en préstamo a varios familiares.
Benavides aceptó el ofrecimiento de su amigo porque su esposa e hijas, a quienes solía complacer cualquier capricho, anhelaban fijar residencia en la capital de la República «Revolucionaria». Por ellas, es cierto: pero, principalmente, por haberse enterado de que los adeptos a las pistolas estaban enterados de que se lucraba con las balas de bronce.
En Caracas, en el Parque del Este, mientras caminaba con su familia, Hernán leyó una noticia según la cual un ingeniero mecánico de la provincia murió a causa de los destrozos físicos que le ocasionaron más de treinta «balas explosivas».