Ultimátum
Entre El naciente y el poniente, al centro de un vasto y pentagonal desierto absolutamente rodeado de turbulentas y marítimas aguas, el Hombre Tricéfalo recibió el ultimátum: para merecer su Libertad, estaba obligado a decidir el destino del planeta y sus moradores.
Análogamente, cada ángulo del pentágono terrestre exhibía un misil atómico (con sensibilísimos receptores de sonidos) que se activaría con una «orden de voz» simultáneamente emitida por las tres cabezas: las cuales sólo diferían en el color de sus largas cabelleras, que descendían hasta la cintura y el viento movía con ferocidad.
Siempre, cuando una de ellas iniciaba determinado parlamento, cualquiera de las restantes se le oponía.
—Se aproxima el poniente y tendremos que decidir entre ser libres o convertir en «polvo cósmico» todas las especies que conocemos junto a su hábitat natural —advirtió Cabellos Púrpura—. Somos en número tres y cinco las razas que se nos presenta para aniquilar: la Financiera, la Armada, la Intelectual, la Científica y la Esclava.
—Pese a los sufrimientos que padecemos quienes estamos en este mundo, quiero que la existencia prosiga —dijo Cabellos Rojos.
—Si coincidiésemos en alguna idea, habríamos infaustamente decidido —infirió Cabellos Azules—. Mejor dejemos al azar el advenimiento de «lo inevitable». Regresemos a tierra firme.
Sobrevino el poniente al cual le procedió el naciente, hasta el infinito. Y el Hombre Tricéfalo continuaba ahí, sembrado, de las caderas hacia abajo, en la arena. Despertaba y dormía, platicaba y —cansado de tanto y fatuo discurso— regresaba al silencio.