CIX

El peluquero

A primera hora de la mañana, Julio Sarmiento recibió una irrechazable invitación: la noche de ese día, se realizaría la fiesta matrimonial de Genaro D’Ascoli Gutiérrez: un amigo de infancia vuelto millonario con sembradíos de cocaína, residenciado en una aldea cercana a Ciudad de las Palmas. A juzgar por las características de la tarjeta, que consistía en una finísima lámina de oro, la celebración sería fabulosa.

Si buscaba a un peluquero después del almuerzo le quedarían, útiles, tres o cuatro horas para bañarse, vestirse y conducir lentamente hacia Poblado de Alcaloides (vendido a D’Ascoli Gutiérrez por el gobierno, con fines obvios) para llegar temprano.

—No he pensado de qué forma me cortarás la cabellera —confesó Sarmiento al estilista—: ayúdame a seleccionar un corte…

—Escójalo usted —serio, sentenció el peluquero—. Sólo tiene que mirar las fotografías de los chicos que «posan» los respectivos patrones.

Julio examinó —escrupulosamente— cada una de las fotografías. Los mozos exhibían desde cortes estrafalarios hasta algunos en extremo conservadores. Empero, le llamó la atención el hecho de que uno de los «modelos» fuese imperceptible del cuello para arriba.

—¿Qué ocurrió con esa fotografía? —curioseó y miró de soslayo una de las tijeras que, exageradamente grandes, colgaban en la pared lateral izquierda.

—Es un hermoso corte —amanerado, pronunció el otro—. Atrévase usted a pedírmelo. Acapararía todas las miradas en la fiesta con él…

Un poco confundido, Julio hizo un estéril y mayor esfuerzo por captar la cabeza del tipo. Pese a estar intrigado, descartó la posibilidad de discutir con el estilista respecto a un asunto que quizá la incapacidad de sus ojos lo impulsaban a imaginar «bochornoso».

—De acuerdo, peluquero —al fin, decidió su vanidad—. Confío en tu buen gusto. Pódame el cabello según la fotografía que recomiendas.

—Excelente determinación —complacido, murmuró su interlocutor—. Inclínese… La silla es «flexible», bastante «cómoda». «Relájese».

Sarmiento se acomodó rápidamente y cerró los párpados. La cabeza le quedó semisuspendida, pero, sin embargo, no le molestaba demasiado la posición. Creyó que era ideal para (agilizar) suavizar el trabajo del estilista.

De pronto, se oyó un ruido similar al producido por los cuchillos cuando son amolados y abruptamente una cabeza precipitó contra el piso.