CVIII

El maquetista

Un joven delgadísimo, cabellos rigurosamente cortados sobre las orejas, nariz perfilada y varios papeles bajo el brazo izquierdo, se acercó a mí. Miró mis ojos y me mostró el diagrama de un pueblo.

—Tengo en mi casa la «maqueta», señor —prodigó el flaco arquitecto—. ¿Le gustaría adquirirla?

Rechacé la oferta y subí al automóvil. Aceleré y partí con rumbo impreciso. Tomé la Autopista «de la Catequesis» y proseguí mi recorrido. La cabeza y manos me pesaban en exceso. La máquina de rodamiento alcanzaba una portentosa velocidad.

—Acabaré con mi existencia —bromeé para mí mismo.

Numerosos pinos bordean el sendero. La nubosidad empeora el clima. Una leve neblina —casi imperceptible— desciende de las montañas y confiere un aspecto paranormal al medioambiente.

Vi un caserío y me detuve. Me pareció encantador para aparcar. Desvié y estacioné frente a una de las corroídas y antiguas residencias.

—¿Cuál es el nombre de este lugar? —investigué dirigiéndome a un campesino que, con mirada indiferente, apresuró el paso…

Enfurecí. Si algo no tolero es a los desatentos. En realidad, los desprecio. Volví a inquirir, esta vez a una señora «embarazada». Igual no obtuve respuesta. El pánico me sobrecogió. Un frío extraterrestre me puso a temblar.

—Sois unos maleducados —insulté sucesivas veces a los transeúntes.

Salí del vehículo y deambulé en busca de un cafetín. El frío comprimía mi estómago y la neblina entorpecía mi visibilidad.

En las calles, sin saludarme, furtivas personas se cruzaban conmigo constantemente. Al fin, surgió un mendigo:

—Por favor, forastero —articuló con ansiedad—. ¿Me regala un prócer impreso?

Extraje una moneda y se la extendí. El pedigüeño agradeció mi generosidad y quiso huir. Lo aprehendí por un hombro:

—¿Cuál es el nombre de este lugar? —formulé.

—Jamás lo supe —contestó el otro.

—¿Qué dijo?

—No miento… Ninguno lo descubrió.

—Pero ¿cómo es posible?

—Me iré. Gracias por el dinero.

—¡Espere!

Encendí un cigarrillo y se lo obsequié. Profundamente, respiré y reinicié el cuestionario:

—¿Cuántos años acumula usted en este sitio?

—No sé —aseguró el mendigo.

—¿Lee y escribe?

—Por supuesto. Soy médico.

—¿Le oí bien?

—¿Por qué le asombra?

—Perdóneme: ¿siempre ha vivido aquí?

—No. Dos meses atrás, sorprendido, desperté en una de las residencias en ruina que ve alrededor.

—¿No le pareció insólito el hecho?

—Sí… Por ello, intenté escapar.

—¿Qué sucedió? ¿Eligió regresar?

—No hay salidas.

Perplejo, troté hacia mi carro. Me introduje en él y arranqué endemoniadamente. El indicador de velocidad marcó más de doscientos kilómetros por hora.

Un joven delgadísimo, cabellos rigurosamente cortados sobre las orejas, nariz perfilada y varios papeles bajo el brazo izquierdo, se acercó a mí. Miró mis ojos y me mostró el diagrama de un pueblo.

—Tengo en mi casa la «maqueta», señor —prodigó el flaco arquitecto—. ¿Le gustaría adquirirla?

Sequé el sudor de mi rostro e inmediatamente asentí. Diminutas flores caían junto a la llovizna en tanto el vendedor sonreía.