El curandero
El día de su cumpleaños número 16, el estudiante Henry Dacosta ingirió vino exageradamente; pese a lo cual, ningún efecto especial le produjo.
En tanto que la mayoría de sus amigos y amigas contaba al siguiente día cómo se embriagaron hasta hacer cosas ridículas, él experimentaba infinita tristeza por cuanto no comulgaba con ellos.
De regreso al Liceo, luego del corto período vacacional, Dacosta narró a sus compañeros de clases su infortunio: no podía emborracharse con vino, una bebida que le parecía en extremo deliciosa e insustituible.
—No seas tonto, Henry —le aconsejó Martín Buenaventura, un joven mayor que él—. Si lo deseas, el próximo viernes irás con nosotros a un bar secreto donde se expiden cervezas a los menores de edad. Con frecuencia, nos reunimos allá con «chicas emancipadas». La cerveza es mejor que el vino: más sabrosa y estimulante. Además, diez jarras acabarían con tu lucidez. Si no, lo harán las drogas.
Impresionado, Dacosta agradeció la confianza e invitación de Buenaventura. Necesitaba algo superior, desinhibirse, evadirse auténticamente: ello para después, similar a quienes asistieron a su fiesta de cumpleaños, enumerar a sus cómplices las tonterías que cometió.
Llegó el viernes y, según lo acostumbrado, al salir de las aulas varios chicos —entre los cuales ninguno excedía los 18— fueron al bar clandestino: una hermosa «casa de campo» donde, impunemente, se organizaban juergas con abundante licor, drogas ilícitas y mujeres. Pese a no ser específicamente un prostíbulo, ahí solían iniciarse los liceístas burgueses: previa paga de una moderada suma de próceres impresos, por supuesto, a refinadas meretrices.
No sólo cerveza tomó Henry Dacosta: igual vino, ron, ginebra, anís y whisky de distintas marcas y sabores. También inhaló cocaína, fumó marihuana, tomó mescalina, hizo el amor con una hermosa dama y comió pescado. El confite culminó casi al amanecer cuando, (exhaustos) abatidos, sus compinches durmieron. Por lo contrario, él advirtió que no había perdido ni un segundo de lucidez ni su cuerpo mostraba indicios de agotamiento.
Henry abordó su máquina de rodamiento y retornó a la residencia de sus padres. Sin disturbios, el lunes reanudó las clases y el grupo de Buenaventura le preguntó si al fin logró alcanzar el estado de embriaguez que ávidamente buscaba:
—Nada diferente sentí —confesó presa del llanto—. Estoy maldito: soy invulnerable…
Martín palmeó dura y abruptamente su hombro derecho, lanzándolo al pavimento. Quejumbroso y presa del estupor, Dacosta trataba de incorporarse mientras los demás interrogaban al agresor para obtener una explicación inteligible sobre su violenta conducta.
—Lo aporreé para demostrarle que no es «invulnerable» —dilucidó Buenaventura—. Le dolió mi manotazo: es mortal…
Incluso Henry, todos soltaron sus carcajadas. Dacosta se puso de pie y anunció:
—Iré al médico… Un buen doctor podrá diagnosticar y curar mi enfermedad.
—Pero, no estás enfermo —dijo Luis Miguel Altuve—. Luces demasiado fuerte y saludable.
—A pesar de mi apariencia física, iré —insistió Dacosta.
El médico ordenó que le practicaran numerosos exámenes: orina, hemoglobina, heces, pulmones, hígado, páncreas, corazón, etc. Durante tres meses, Henry se entregó, paciente, a los especialistas. Sin embargo, el resultado fue negativo: lo declararon sano, fuerte e inteligente.
—Satisfaría mis ambiciones disfrutar de una salud como la tuya —lo envidió el galeno.
Al cambio de las cosas, los progenitores de Henry fallecieron en un accidente aéreo en Atlanta (USA).
Una colisión entre dos aviones lo dejó huérfano y lo convirtió en heredero de cincuenta millones de próceres impresos venezolanos. El señor Dacosta, su padre, ingeniero en alimentos, fue el único propietario de la famosa fábrica de Chocolates Brasil.
Por fortuna, Henry ya era un hombre adulto (30 años) y profesional cuando sus padres murieron: maduramente, ejecutó las diligencias para lograr que los cadáveres de sus padres fuesen traídos a Caracas donde —bajo ritual cristiano— serían sepultados.
Ni siquiera pudo emborracharse para olvidar la pena que lo abrumaba. Todavía era inmune al licor y las drogas. Pero, por casualidad, una mañana, al leer los pequeños «avisos periodísticos» de El Universal, descubrió el mensaje que a continuación transcribo:
«Soy Damballah. Tengo el poder de curar cualquier enfermedad, por grave que sea, y de resolver los problemas más insólitos. Si lo desea, llámeme al audifonovocal o envíeme una carta en solicitud de audiencia».
Al final, anexaban una dirección y número telefónico.
Llamó inmediatamente y concertó un encuentro con el curandero: no sin antes aceptar un desproporcionado pago por la consulta.
—Aquí está el cheque —notificó al secretario de Damballah—. Es bueno… Del más importante banco. Puede comprobarlo directamente con el gerente.
—Pase usted —oyó una voz por el intercomunicador y vio, en un monitor de televisión, el rostro del curandero—. Estaba esperándolo…
Excepto él, ninguna persona aguardaba turno en el recibo del consultorio de Damballah quien —según su asistente— atendía a un enfermo por día.
—Buenos días, señor —expresó Henry y le estrechó la mano al individuo—. Sin perder el tiempo, le confieso que mi problema es la «inmunidad al licor y las drogas prohibidas»: jamás he podido embriagarme cual lo hace, plácidamente, cualquier persona… He fumado una diversidad de hierbas, tomado alucinógenos, ingerido pócimas, licores de marca, e, inexplicablemente, no entro a otra dimensión… ¿Me ayudará?
—Por supuesto, abogado —replicó Damballah—. Lo que no sé es si está dispuesto a pagar un millón de próceres impresos venezolanos por el antídoto.
—¿Un millón? ¿Bromea usted?
—¿Quiere entrar a «otra dimensión»?
—Claro que sí…
—Entonces, me dará, en efectivo, esa cantidad: son los honorarios que cobro por trabajos tan complicados como el suyo.
—¿Cuál es, dónde y cuándo me dará el antídoto?
—No le revelaré el nombre: empero, mañana, al oscurecer, en el Parque Central, le daré la solución.
Meditó, y, la tarde del día señalado, minutos antes del cierre de la institución bancaria, Henry Dacosta retiró un millón de próceres impresos en billetes de baja denominación.
El gerente, asustado, intentó conocer los motivos que impulsaban a uno de sus principales clientes a exigir tan notable cifra. No halló respuesta y Henry lo amenazó con cambiarse de banco si persistía en el propósito de persuadirlo de contarle su problema.
A la noche —según lo acordado— esperó frente al Parque Central. Puntualmente, Damballah apareció con un vehículo negro y largo: similar al empleado para los cortejos fúnebres.
—Es usted una persona «excéntrica» —sonriente, Dacosta miró a los ojos de Damballah—. Lindo carro…
—Suba, rápido —le ordenó el curandero.
En un desvío no asfaltado, a exiguos metros del peaje de la Autopista «Caracas-Valencia», Damballah dobló y recorrió dos kilómetros monte adentro.
Se detuvo súbitamente y extrajo un hacha que ocultaba entre los resortes del asiento delantero. Diestramente, le asestó un golpe a Henry, a la altura del cuello.
Primero trasladó el decapitado cuerpo del joven hasta una fosa perfectamente cavada y en espera de la víctima. Ulterior a lo cual, tomó la cabeza sangrante de Dacosta y la pateó como si se tratase de una pelota de fútbol. Rodó y cayó en lo profundo del pozo.
Damballah encendió las luces internas del vehículo y limpió —cuidadosamente— los residuos de sangre del asiento. Roció el lugar con alcohol, lo secó con papel higiénico y cambió sus ropas. Desechó las sucias en la fosa y, más tarde, vertió dos litros de gasolina al sepulcro. Endemoniado, huyó luego de tirar un cigarrillo prendido hacia el pozo.
Una semana posterior al incidente, Damballah leía El Diario de Caracas y vio la fotografía de un hombre cuyas facciones le recordaron a Dacosta. Curioseó y se dio cuenta de que era Henry: lucía borracho y lo sostenían dos policías por ambos brazos. El periodista reseñaba la detención —por escándalo público y ebriedad— de un joven y millonario abogado en Sabana Grande.