CVI

Macrocéfalo

Cuando vi a la turba en rededor de algo indescifrable desde mi distancia, decidí, sin pensar profundamente en cosa ninguna, acercarme. En mi cintura, detrás, oculta bajo la chaqueta de piel argentina, mi cuchillo hervía como consecuencia del brusco aumento de mi temperatura.

—¿Qué ocurre aquí? —interrogué a los exaltados y me abrí paso hacia el centro del tumulto.

—¡El niño golpea salvajemente a la señora! —gritó uno de los curiosos—. ¡¿Es que usted no tiene buena vista?!

Absorto, vi al macrocéfalo bebé propinarle una tremenda paliza a la dama y reaccioné: aferré mi mano derecha al mango del cuchillo y me enfilé ante él. A causa del torpe movimiento de mi diestra, varios de los presentes advirtieron que andaba armado al modo de los carniceros.

—Ese tipo guarda un enorme cuchillo —en alta voz, me delató un joven.

Presa de la confusión, escuché distintos y coincidentes emplazamientos verbales. No podía creer lo que captaban mis oídos:

—¡Mátalo, encárnale el cuchillo en la espalda! —me incitaban los bastardos.

Casi involuntariamente, desenfundé la filosísima arma y —empuñándola en dirección al cielo— bajé la mirada para contemplar de nuevo la reyerta entre la criatura de apenas unos ocho meses y aquella desgraciada. Iracundo, el niño la maltrataba en tanto ella suplicaba socorro en vano. Mientras acontecía lo narrado, la totalidad de los espectadores se limitaba a proferirles insultos.

De improviso, el malformado volteó hacia mí y me observó diabólicamente. En ese momento, recordé mi propia infancia: el estilo como solía (yo) examinar a quienes se aproximaban a mí con intenciones de besarme o tocarme. Hubo silencio.

—¿Por qué la aporreas? —le pregunté.

—Me trajo al mundo sin consultarme —replicó el pequeño—. Si no la castigué anteriormente fue porque me faltaba tamaño para hacerlo…

—Pero: esa mujer fue quien vida te dio. Es tu madre…

—Sólo la que me parió.

Medité durante treinta segundos y le lancé el cuchillo que —hábilmente— la macrocéfala criatura agarró en vuelo. Otra vez la turba se apartó y yo di zancadas con rumbo desconocido. Nadie volvió a gritar o murmurar luego de la «ejecución».

En el curso de los primeros cinco días ulteriores al hecho, no dejé de evocar el rostro de la mujer. La prensa matutina había publicado varias fotografías de la infortunada y, por ello, a partir de la misma mañana siguiente, me inquieté.

Una madrugada, tuve la sospecha de que en cierta ocasión la conocí. Sucesivas veces, fumé y tomé café hasta caer abatido por el sueño al amanecer. No (concilié) dormí por mucho tiempo: a las nueve horas, alguien tocó fuertemente la puerta. Me intrigó su forma de llamar por cuanto el timbre funcionaba perfectamente. Miré a través del ojo mágico. Sin cesar, el visitante tocó y experimenté escalofríos.

—¿Quién llama? —pronuncié.

No recibí respuesta. Inesperadamente, abrí y lo vi: con ojos vidriosos, me escrutó. Todavía portaba mi cuchillo y —con dificultad— se sostenía de pie.

—¿Qué te pasa? —inclinándome hacia él, musité.

—Ya descubrí quien es mi padre —recio, habló y atravesó mi estómago con un punzón…