CIII

El malentendido

Marcelo Villavicencio vio cuando el desconocido se despedía cariñosamente de una niña cuya edad —a juzgar por su tamaño y rostro frugal— no excedía los siete años. La pequeña, absorta ante la partida del hombre, no sin obsequiarle una cajita repleta de exquisitos chocolates, casi precipitaba su llanto.

El timbre sonó fuertemente, anunciando a los chicos que el tiempo para la recreación —aproximadamente de quince minutos entre horas de clase— había culminado. La niña corrió hacia los demás quienes, a su vez, emprendían veloz desplazamiento rumbo a sus respectivas aulas. Villavicencio observó, intranquilo y nervioso, desde su automóvil de vetusto modelo.

Cuando la jornada de clases terminó, a las dieciocho horas, apareció una mujer en una minúscula máquina de rodamiento en busca de Alicia. El escrutador, que no apartaba ni un segundo la mirada del elegante colegio, examinó fugazmente a la madre de la niña que causaba sus desvelos. Rápido, Marcelo descendió del viejo automotor y salió al encuentro de ambas:

—Señora, por favor: ¿es usted la madre de esta niña? —interrogó, con voz cansada.

—Sí —respondió la otra—: ¿quién es usted y qué desea?

—No puedo revelarle nada todavía… Pronto lo sabrá.

Durante semanas, Villavicencio tomó apuntes en una libreta. Hora y salida de Alicia del colegio, los nombres o apodos de los niños que le hablaban, los de los adultos que se le acercaban, etc. Hasta fotografió sucesivas veces al extraño individuo que, exactamente en el decurso de los primeros recreos de la tarde, aparecía con chocolates o galletas para dárselos a la chiquilla.

Siempre, antes de despedirse, la abrazaba, la besaba en la mejilla y la acariciaba con profundo amor.

En otra ocasión, el señor Marcelo volvió a interceptar a la madre de Alicia cuando salía del instituto educativo. La interrogó respecto al desconocido que le obsequiaba chucherías a la pequeña. La dama —atemorizada por la reaparición del fisgón— lo espetó y amenazó con denunciarlo a la policía.

—¿Qué le sucede a usted, señor? —lo emplazó—. ¿Es —acaso— un psicópata que se place en observar e investigar la vida de los niños?

Castigada por el sol que le prodigaba surcos, esa tarde la cara de Villavicencio palideció. Sujeto de aspecto soez y pegajoso por falta de «asepsia personal», Marcelo abordó su vehículo y huyó con destino impreciso.

La profesora Rada alertó a los gendarmes sobre el curioso inquisidor. Después de lo cual, los policías emprendieron intenso patrullaje por los predios del centro educativo. En ningún momento lograron detener a Villavicencio, de quien sólo obtuvieron una vaga descripción por parte de la madre de Alicia.

Al fin, al comprobar que ya nadie patrullaba las inmediaciones, Marcelo tomó la decisión de pedirle a la propia Alicia datos alrededor del desconocido que le traía caramelos todas las tardes a la niña Rada. Empero, ignoraba el secuestro y la violación de la cual fue víctima la víspera.

Al bajar de su automóvil y caminar en dirección al tumulto de carajitos que acababa de salir a recreo, tres hombres lo conminaron a detenerse. Villavicencio giró levemente su cuerpo y extrajo una pistola automática que mantenía enfundada y oculta bajo su axila izquierda. Fue cuando los detectives de inteligencia policial accionaron sus armas y lo abatieron.

Ulterior a la comprobación de su fallecimiento, uno de los gendarmes le sacó la cartera y trató de identificarlo: portaba una credencial del mismo departamento policial al cual pertenecían, pero, expedida en otro Estado. El rango de Marcelo era el de «Inspector Jefe de Operaciones Secretas» y, según lo anunciaba un documento rigurosamente guardado entre sus papeles personales, vino a esa ciudad tras la pista de un violador de niños.