Plagiar al borracho
Al entrar a su oficina, ese viernes Ignacio Lavapié comprendió que necesitaba de prolongadas juergas. Audifonovocalmente, llamó a Lucía Fama Mayor (su compañera) para persuadirla de visitar a su madre en Playa Los Cangrejos:
—Mi suegra se aburre sola frente al mar —le decía—. Es a mí a quien reprocha tu ausencia…
Le extrañaba la sugerencia, es cierto: pero, sin pensar profundamente en las motivaciones de él. Feliz, preparó su equipaje. Almorzó con Ignacio y marchó. Desde su casa, Lavapié telefoneó a Monina Uzcátegui (gran amiga de Lucía, a la que pescaba). Sabía cuánto le fascinaban las cervezas y, sin preámbulos, la invitó a libar.
—Conozco un magnífico sitio para platicar y escuchar música —adujo mediante el cable—. Sé que te gustará…
—Me divertiré contigo y Lucía —afirmó Monina.
—Ella está en la Playa Los Cangrejos, donde vive su vieja.
—No importa. Recógeme a las 7:30 p. m., en el umbral de mi edificio.
—Lo haré puntualmente.
—Eso espero…
Aquella sería la primera vez que la Uzcátegui parrandearía con un hombre ajeno. Exactamente a las 8 p. m., llegaron a la Tasca «La Pagana». La cortejada se adelantó a pagar al taxista. En minutos, se instalaron y bebieron compulsivamente.
Habría transcurrido 2 horas cuando sus ojos comenzaron a percibirse vidriosos. Por otra parte, sus mejillas enrojecieron y mostraban desinhibición. Repentinamente, Lavapié deslizó su mano izquierda y acarició las piernas de Monina que —de inmediato— lo abofeteó:
—No seas estúpido —promulgó—. Soy la mejor amiga de tu concubina…
—Perdóneme, señorita —se burló—. Hagamos confiadamente el amor.
De nuevo la chica le lanzó un manotazo. Se irguió, lo acusó de estar ebrio y caminó hacia la barra. Allá abrazó a un sujeto desconocido, ofreciéndole sus encantos al tono de las meretrices. Ismael examinó la situación. Pidió otro trago y la cuenta.
Salió del bar. Vestidas de negro, encapuchadas y armadas, cuatro personas lo secuestraron obligándolo a introducirse en un vehículo sin registro de tránsito. A endemoniada velocidad, se dirigieron por la autopista rumbo a las afueras de la capital. Conminándolo a ingerir exorbitantes cantidades de whisky, se desviaron de la carretera.
Al darse cuenta de que su víctima alcanzaba una incontrolable borrachera, las plagiarias se quitaron las capuchas: sí, eran mujelleras. Hermosísimas damas —de pelos largos— cuyas edades oscilaban entre 25 y 30 años.
—Prepárate para que nos cargues a todas —riéndose, amenazaron las féminas—. Déjanos tocártelo…
Lavapié sintió dolor. Lo lastimaban con sus exagerados apretones y disparaban sus armas. Experimentó pánico. Mientras tres lo golpeaban sin cesar en el rostro y cuerpo, la conductora se detuvo en un minúsculo y abandonado caserío: Los Ilustres. A empujones, entró a una cabaña.
Le colocaron una mordaza, lo ataron y tiraron al piso. Vio a una quinta y enmascarada «forajida». Una tras otra, las raptoras masticaron pastillas. Se quitaron los pantalones para, sucesivas veces, orinar y defecar sobre su pecho y cara. Sólo la de antifaz no lo hizo. Pero, levantó vulgarmente su vestido y se insertó un lubricado cilindro de acero. Al advertir sus intenciones, Ismael profirió abortados e inútiles alaridos […].
—Sí es mi marido —expresó Lucía Fama Mayor al funcionario que la llevó a la Medicatura Forense—. ¿Quién lo odiaba tanto para lesionarlo de ese modo?
—Investigamos, Doña —respondió el policía—. Usted sabe que esta ciudad es un caos. ¿Retirará el cadáver?
—Excepto yo, mi esposo no tenía familiares en Venezuela. Debo, lógicamente, asumir la responsabilidad de sepultarlo.
El gendarme la flanqueó hasta su automóvil, en cuyo asiento delantero captó máscaras y capuchas.
—Asistí a una fiesta de disfraces en Playa Los Cangrejos —perspicaz, se adelantó a una probable indagatoria.
—Lamento su infortunio —articuló el pesquisa—. En el decurso de una celebración familiar, igual yo perdí a un hijo.
—Lo superaré, se lo juro, inspector (precipitó sus llantos).