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Un imbécil ha muerto

El primer día de trabajo que Ana experimentó en el Burdel «Don Luis Emeterio» fue, realmente, provechoso: tres divorciados, profesores universitarios, la contrataron en el decurso de la noche y a cada uno le cobró varios miles de próceres impresos venezolanos.

—Estoy muy feliz —acomodándose el corsé negro para ajustarse sus apetitosos senos, musitó la meretriz a Don Luis Emeterio—. Me haré rica en su establecimiento…

—Yo también ganaré mucho dinero contigo —advirtió el simpático y gordo propietario—. Tengo poquísimas empleadas como tú: físicamente superdotadas. La prostituta rió explosivamente y, en franca ostentación de resistencia, dijo:

—Todavía no acaba la noche… Caminaré entre las mesas para atrapar más moharrachos.

Y lo hizo. Con su bonito y excitante movimiento de caderas, recorrió una y otra vez el circular patio interno del burdel hasta que —con voz apagada y ronca— la llamó un hombre perceptiblemente ebrio:

—Ven conmigo, encanto —murmuraba presa del hipo—. ¿Cuánto me cobrarás por una hora de placer?

—En este restaurante, los «tres platos» valen cincomil próceres impresos —acercándose al enorme perro paramero que el cliente tenía encadenado a su muñeca, respondió la puta—. Si sólo deseas que te mame el miembro y me trague tu basura tendrás que pagar tres mil. La mitad te costaría una falotración por el culo y quinientos un coito convencional, ¿entendiste?

—No te aproximes al animal —reclamó el tipejo al verla acariciar a su mascota—. Es peligroso…

—Se ve tan dócil.

—No es manso, mujerzuela.

—¿Qué has dicho?

—Nada importante. Toma el dinero: quiero que hagamos el amor en la habitación que está detrás de esta mesa. Busca la llave… Cuando estés desnuda, apaga la luz, acuéstate en la cama y llámame en voz alta. Esperaré afuera.

—El cuarto es demasiado oscuro —protestó la dama—. ¿Estás loco? ¿No deseas ver mi magnífico cuerpo?

—No se trata de eso —parco, insistió el individuo—. Hazme caso. Estoy dispuesto a darte cincomil próceres impresos extras.

—Está bien: tus billetes mandan.

Rápidamente, la meretriz trajo la llave. Abrió la puerta de la habitación nº 7, entró, cerró suavemente y se dirigió al baño. Mirándose al espejo, se desvistió en apenas dos minutos. Apagó las luces, se tiró sobre la cama, explayó sus piernas y gritó:

—¡Puedes pasar!

King fue empujado por su amo al interior de la pieza y segundos después oyó —al unísono— dos quejidos diferentes. El tipejo, que se masturbaba en el umbral con los ojos cerrados, cayó abatido de placer.

—Hueles a perro —se quejó la mujer en la oscuridad—. ¿No te gusta ducharte? El animal le lamió el rostro a la puta que, impresionada por la dimensión de su lengua, le palpó el hocico y supo finalmente de quién se trataba.

—Me has hecho tan dichosa que te haré mi amante —susurró la chica al canino—. Eres tan fuerte, tan complaciente.

Al amanecer, fragmentos de un cuerpo humano y ropa ensangrentada fueron hallados por la Policía Nacional en la orilla de la carretera que conducía al Burdel «Don Luis Emeterio».