C

Impostor

Una noche, cuando iba hacia un multicinema, escuché a un tipo hablar con un vagabundo sobre un famoso terrorista internacional apodado El Chacal. Flaco, de modales ambiguos, voz de charlatán y aspecto sórdido, el indivisible le anunciaba a su interlocutor «el futuro lanzamiento de El Chacal como aspirante presidencial en Venezuela».

—Este país —con bien pronunciado español, murmuraba el raro orador— es un hospicio.

Una finísima neblina enfriaba mis manos y nariz. Curioso cual gato, me detuve a un metro de distancia. El hombre, luego de mirarme con ojos torcidos, me interrogó:

—¿Sucede algo?

Lo evadí, me levanté del banquillo y quise proseguir. De repente, volteé y vi al fullero apuntarme con un arma. Su intimidatorio movimiento me paralizó. Mientras tanto, el harapiento le sugería que me pidiese un cigarrillo.

Con paso de ebrio, el otro se acercó a mí. Comprendí mi equivocación: no portaba un revólver. Manipulaba una vacía botella de licor.

Aliviado, le extendí mi cajetilla y ejecuté varias zancadas sin bitácora. Minutos más tarde, retomé mi destino.

Entré al multicinema y, en una de las antesalas, encontré un diario de la tarde. Leí un artículo respecto a los progresos científicos en el campo de la «cirugía plástica». En tono mordaz, el columnista aseguraba que pronto cualquier persona tendría la opción de cambiar su rostro por uno más hermoso: «Por varios miles de dólares —enfatizaba—, quien desee lucir idéntico a Fulano Lindo será complacido». Súbitamente, apagaron las luces y empezó el film. Presa del hambre y el sueño, salí sin ver el final de la película. En la misma placita, nuevamente hallé a los borrachitos. Escéptico, esta vez el vagabundo oía la siguiente aseveración de su quijotesco amigo: «Mira mis facciones, estúpido… ¿No ves que soy un ex-Presidente con probabilidades de reconquistar el Poder?».

Respiré profundo. Extraje un cigarrillo de mi saco y lo encendí. Sin prisa, la neblina bajaba y humedecía la existencia. Los murciélagos, las mariposas negras y las ranas departían.

Mi imperceptibilidad está protegida por una tesis sofista: me cubre un manto tejido con lino que exhibe incrustaciones de miles de diminutos rubíes.

Porque estoy oculto, nadie puede verme. Frente a mí, la Contraparte. Su traje es gris, su cintura delgadísima, sus caderas bienformadas y su cerebro xifoides purpúreo.

—Te veo —profirió la Contraparte—. Cortaré tu perfil. Mi tijera es inoxidable.

—No soy —dije—. La norma del sofista declara que no captarás lo oculto. Me cubre un manto.

La tijera cortó el papel donde mi rostro, fotográficamente tramado, pareció promovido (precipitado) al escándalo que implica cualquier acción publicitaria.

—Sí eres —insistió mi interlocutora y lamió sus labios—. Puedo doblarte, despedazarte. Conjuro tu Ser Físico.

—Ningún maleficio me afectará —replique—: conjuras una idea de mí…

Mi dolor es su placer. Mi existencia su divertimento. Algo impalpable desgarra mi piel. El fuego me quema. La Contraparte se desplaza hacia La Vigilia (un río de cuarzo) y lleva en sus manos una vasija llena de cenizas.