Usurpación
Nidia Montenegro vivió en la calle única de Comarca Larga, poblado de gente fatua e ignorante. Ahí, aparte de los fabulosos bucares, ninguna cosa merecía la atención de los forasteros. Según dictaban los rumores, los Montenegro fueron monos en los tiempos del Imperio Baldío. La Historia, ese registro morboso de sucesos reales y hasta leyendas, narra episodios de conquistas territoriales y contiendas. Bienformada, alta y de abundante cabellera, Nidia era la mujer más hermosa y admirada.
Uno de los lugareños, Tomás Altuve, envidiaba el cuerpo y los vestidos de la Montenegro. Ante su enfermiza mirada, ella exageraba los movimientos de sus caderas y sacudía —con soberbia— su pelo. Una mezcla de frustración y amargura lo dominaba cuando la veía sonreír y coquetear a Luis Alcántar Matos: un joven universitario, de contextura fuerte, bruto y pendenciero. Igual, la chica exhibía sus encantos a otro muchacho: Pedro Montesinos Navarro, inteligente y noble comerciante de sólo veintidós años.
Cada atardecer, Nidia caminaba en compañía de un gato persa color blanco. Casi del tamaño de un perro, el felino fungía de cacique entre el resto de los animales domésticos de Comarca Larga. En el decurso de uno de tales paseos, Luis Alcántar Matos forzó un encuentro con la encantadora morena. Abruptamente, la besó en la boca y Nidia, enfurecida, lo abofeteó. En defensa de la dama, Montesinos Navarro salió de su casa y se interpuso en la reyerta. En voz alta, la Montenegro —vindicada por el interventor— profirió insultos al atacante y agradecimientos al valiente empresario.
Mientras sucedía lo narrado, Altuve los escrutaba desde el balcón de su residencia de doble planta; ni siquiera necesitaba binóculos: en la acera frontal, Pedro y Luis discutían y se empujaban. Tomás se mordía los labios y sentía, por causa de la envidia, hirviente su sangre.
El incidente acabó por la intromisión de los transeúntes y la repentina obscuridad. Rumbo a un abasto cercano, la disputada dama corría con el gato en los brazos. Iracundos, los rivales recibieron las mofas de los mocosos y las ancianas.
Días más tarde, Altuve visitó a Alcántar Matos. La madre del estudiante le abrió y le dijo que éste no había llegado de la Universidad de Los Hospicios. Sin reparos, Tomás le expresó a la señora su urgencia de ver a su hijo rufián.
—¿Puedo aguardar aquí? —interrogó.
—Pasa y siéntate —invitó Doña Matos de Alcántar…
Minutos después, Luis irrumpió. Al ver a su vecino, mostró confusión. Empero, Altuve se puso de pie y le murmuró:
—Te ayudaré a deshacerte de Montesinos Navarro.
Su interlocutor buscó una botella de Whisky, lo agarró por un brazo y lo introdujo en la biblioteca. Con ansiedad y exaltación, bebieron una y muchas veces. Pese a que estaba ebrio, Tomás empleó su formidable poder de persuasión: exacerbó el odio de Alcántar Matos contra Montesinos Navarro. La conversación postuló los límites: entonces, el agitador abrió un estuche para guitarra y pronunció:
—Te traje este machete. Mañana, a las seis en punto de la tarde, retarás a ese imbécil…
Aturdida por el ruido de los borrachos, la madre de Luis echó al maleducado visitante: quien, presa de la perplejidad, se arrastró hasta su contigua vivienda. Agotado de tanto licor y diálogo, durmió profundamente.
A la mañana siguiente, Altuve se apareció en la cabaña de Pedro. El solitario comerciante, sorprendido por su presencia, le ofreció café. Inicialmente, platicaron calmados. Poco a poco, la charla fue encendiéndose. Del mismo estuche de la víspera, Tomás sacó un reluciente machete. Sin circunloquios, le propuso al enardecido galán la confrontación:
—Creyéndote un cobarde, el canalla ha declarado que te esperará esta tarde a las seis en punto. Infortunadamente, soy el árbitro…
Durante años, los habitantes de Comarca Larga ignoraron que Altuve y la Montenegro eran hermanos. Por circunstancias jamás reveladas, tuvieron distintos apellidos. Para él, obsesivo detallador de Nidia, no fue difícil imitarla. Se ocultó en un transparente y ajustado vestido, idéntico a uno azul que ella usaba los domingos. Se pintó los ojos y se colocó una peluca semejante al cabello de la Montenegro. El reloj marcó las seis en punto.
Afuera, frente a frente, sin pestañear siquiera, Luis y Pedro se examinaban mutuamente. Emocionado, Tomás se acercó a los tensos rivales. En ese instante, experimentó la dicha de estar junto a dos hombres que combatirían por su amor. No muy lejos, a través de un ventanal, asombrada, la verdadera Nidia veía la escena.
No resultó el plan del usurpador de parar la pelea en el último momento. Al centro de una turba de zopencos, dos brazos blandían sus respectivos y filosos machetes. Cual proyectil humano, la Montenegro prorrumpió en la calle. Dos medios cuerpos rodaban encima del pavimento caliente, la luz se volvió tenue y hubo silencio.