Extirpación
La chica de ojos grises, cabello mal teñido de amarillo, tez pálida y pulcramente vestida de blanco, irrumpió en mi habitáculo de hospital. Portaba un plato (acero inoxidable) en cuya superficie vi una afeitadora desechable, trozos de algodón, un frasco de alcohol y espuma ablandadora de vellos. Tras mi cabeza, había un ventanal que volvía perceptible un patio húmedo. Las perdices lo rondaban.
—Quítese la camisa —me ordenó—. Tengo que rasurarlo antes de la operación…
Un hombre viejo, que compartía el recinto conmigo, tosió (rumió). Convalecía de una amputación.
—De acuerdo —dije a la enfermera—. Será fácil.
Otra vez, el anciano emitió ruidos bucales. Volteé con sorna. Una de sus dieciocho hijas, la única allí presente, fue más implacable: lo miró con odio. Empero, ¿cómo podría —aquella joven— evitar sentir repudio hacia quien vivió para procrear y beber licor sin punidad?
Media hora más tarde, otra enfermera entró. Empujaba una silla rodante. Me sonrió y sugirió que me sentase en el vehículo.
—Fabuloso automóvil —exclamé y fijé mis ojos en los suyos—. ¿Adónde me llevarás?
—Al quirófano —parca, replicó.
En el corredor, varias personas me observaron vestido con esa camiseta ancha que los interventores eligieron para uniformar a sus pacientes. Penetramos al habitáculo donde Philips, trajeado de verde y con el rostro parcialmente cubierto con un tapaboca de tela, ordenaba los utensilios de uso común en las operaciones: bisturí, tijeras, pinzas, electrocoagulador, hilo de sutura, gasas, alcohol […].
Me acosté encima de la estrecha camilla y vi la multifocal y móvil lámpara cuyo nombre en francés parece ser scialytique. Mi esposa, que fue autorizada para escrutar, aparcó a mi lado derecho. El doctor Vicente Philips me inyectó la anestesia local. Luego de pocos minutos, tomó el bisturí y produjo una incisión oblicua, a la altura media de mi bíceps izquierdo. Rápido, extirpó un lipoma de dos centímetros cúbicos. Yo temblaba de frío o miedo, no sé.
—Es benigno —diagnosticó, al tacto, el cirujano—. ¿Lo ves, Alberto? Lo guardaré en un recipiente. Tú decidirás si pagas una biopsia…
La enfermera asistente activaba el electrocoagulador y disparaba descargas en la zona afectada. Philips, con un curioso cortahilo y portagujas, suturaba.
Cuando salí del quirófano y me regresaban a la habitación —acostado en la camilla rodante—, la chica tomó un pasillo diferente. Le reclamé y no me respondió. Indiferente a mis movimientos y palabras, silbaba una melodía en boga. Se detuvo frente a una puerta donde un letrero advertía lo siguiente: MORGUE. Prohibido el acceso a los visitantes.