XCV

Extraviado

Para hallar rápido a su hijo perdido, un amigo le sugirió ofrecer una tentadora recompensa mediante sucesivos anuncios de prensa.

Puncio aceptó la idea. Fue hasta la sede de El Diario y pagó por la difusión del siguiente remitido:

«Ofrezco docemil próceres impresos a la persona que me de información sobre el paradero de Antonio. Su estatura es de un metro veinte centímetros, de ojos verdes, cabellos encrespados (del color de las castañas) y piel blanca. Tiene dos años de edad y habla, indistintamente, castellano e inglés. Mi teléfono es: A 69».

Al día siguiente, millares de zopencos repartieron casi dos millones de ejemplares a igual número de suscriptores. En un apartamento cualquiera, Carlos Luis Fisgón, un solitario administrador de La Empresa C. A., leyó el comunicado y recordó que la noche anterior vio, en la planta baja del Edificio Piscis, escondido bajo las escaleras, a un niño con las características descritas. Levantó su audifonovocal y marcó el «A 69».

—Hola, hola, ¿quién llama? —investigó Puncio…

—Usted no me conoce —respondió el otro—. Soy Carlos Luis Fisgón. Sé dónde está su hijo.

Departieron. Luego, rápidamente, Puncio abordó su automóvil. Corrió hacia la casa del informante que, en pocos minutos, rescató al pequeño y lo resguardó en su residencia. Le dio dulces y esperó.

Más tarde, llegó Puncio. El anfitrión se marchó a preparar café mientras él, sin dejar de mirar a su descendiente (que, a su vez, lo observaba) contaba docemil próceres impresos en oro.

Fisgón volvió, le extendió una tacita colmada del estimulante y recibió su recompensa.

Cuando retornaba junto a su hijo, Puncio desvió el vehículo que conducía en dirección a carreteras intransitadas. Presa de turbios presentimientos, el mocoso lo interrogó:

—¿Adónde me llevas? ¿Qué me harás? ¿Quién realmente eres, papá? ¿Qué soy para ti?

—Eres un esputo de pene que ha evolucionado en criatura humana —irascible, promulgó su padre—. Y yo el tipejo que consintió, cobardemente, engendrarte.

Antonio lloró. Puncio detuvo la máquina y, a empujones, sacó al niño del carro. Frente a ellos, un profundísimo abismo surcaba la meseta. Desde ahí, la ciudad parecía un hormiguero.

El fuerte viento sacudía su traje, provocaba minúsculos remolinos y arrastraba piedras. Recio, el sol imponía el imperio del fuego. De súbito, Puncio lanzó al chico y sólo se oyó un lamento infante.

Impávido, Puncio regresaba a la capital. A la entrada de la autopista, una improvisada alcabala paraba a los distintos viajeros. Los militares requisaban y exigían la documentación. Puncio activó la radio y escuchó la noticia del asalto al Banco Fortuna. Fumaba. Después, se acercó uno de los uniformados y le pidió credenciales. Mostró su licencia de conductor, papeles de propiedad, facturas de impuestos por tránsito y carnet de identidad. Luego, el guardabienes lo obligó a abrir la maletera del coche. Obedeció y, al hacerlo, el gendarme vio el cadáver de un niño: yacía sobre abundante y seca sangre. Los curiosos se agruparon en derredor. Entre ellos, inquisidor, un médico miró con desprecio a Puncio y le dijo:

—¿Cómo pudo asesinar a tan indefensa criatura?

—¡Linchémoslo! —pronunció, a gritos, alguien.

—Salvajemente, lo golpeó para reventarlo —murmuró otro espectador.