La logia
En la ciudad montañosa, la mañana sobrevino sin las comunes nubes negras. Raúl Logos cepillaba sus dientes en el único baño de su pequeño apartamento (recién construido, seco y cuyos ventanales le permitían una vasta visión de la urbe). Con fuerza y repetidas veces, alguien tocó el timbre (en el siglo XX, ingenioso y eléctrico modo de anunciarse). Oculto en una bata roja de lana, Logos corrió y vio —en la rendija inferior de la puerta— una carta. Transcribo su contenido:
«Por tus méritos, la logia te ha seleccionado y permitirá tu incorporación. Entre muchos, has sido unánimemente escogido. Tendrás que venir a la Calle 70, Edificio Revés, terraza, Apartamento Aries. Hoy, a las nueve horas».
Impávido, Logos sentó su Ser Físico en una vieja butaca (forjada en pardillo, 1920). Pensó que se trataba de una broma. Sin embargo, quiso confirmar su escepticismo: rápidamente, se duchó. Luego, se vistió para ir y llenó su billetera de próceres impresos.
En la Calle 69, al pie de una residencia en ruinas, una gata lo obligó a detenerse. La miró, la tomó y ella, dócilmente, escapó de sus manos. Lo guió hasta el Edificio Revés. Todavía no se oían los ruidos automotores que, sin punidad, escandalizan los amaneceres en las metrópolis.
La gata se introdujo al ascensor y, tras ella, también Raúl. Para lamerle el rostro, la felina trepó su pierna derecha y se posó en su hombro. Logos estaba admirado por el animal y enfadado por la lentitud con la cual se desplazaba el claustromóvil.
Al fin, el elevador llegó al pasillo del Apartamento Aries. Raúl activó el anunciador y salió una mujer:
—¿Eres Raúl Logos? —inquirió.
—Sí soy —contento, dijo él—. Vine porque recibí una carta.
—Te esperábamos. Entra…
Logos atravesó el umbral y fue presa del estupor: sin mobiliario, el recinto era semejante a una meseta bordeada por montañas y aisladas cabañas. Creyó alucinaba. Pero, al verlo extático, la fémina lo emplazó.
—¿Qué te sucede?
Raúl ejecutó varios pasos hacia adelante. Frente a él, un tipo mutilaba a otro con un machete de oro.
—Eres tú quien tiene que darme una explicación —asustado, emplazó a la anfitriona—: ¿qué sucede aquí?
—No exasperes. Pronto, «El Maestro» te esclarecerá algunos asuntos. Mi nombre es Arcila, su esposa, y estoy aquí para servir.
—En la logia, el placer no tiene quien lo conjure ni tampoco límites —autoritario, interrumpió «El Maestro»—. Somos (sus miembros) desalmados por volición. No captas escenas de un crimen: el verdugo sólo da forma al milenario arte de mutilar personas y animales irracionales. El recrea nuestros ojos y comparte la felicidad que le produce asesinar sin la piedad de los idiotas, los prelados y la de los alienados con ideas altruistas.
Un poco más allá, a diez metros de distancia, ahorcado, un individuo pendía de la rama más gruesa de una acacia. «El Maestro» era muy joven (20 años) y apacible. Dio instrucciones a su edecán (un chico de once). Desnudas, varias adolescentes bebían vino y departían sentadas encima de las rocas y césped de imitación. Hermosas, vivaces, lo miraban y reían. Igual, los varones deambulaban sin ropas. Intrigado y cauteloso, Raúl se aferró al picaporte: abrió y, sin despedirse, huyó.
Afuera, los transeúntes lo esquivaban. Raúl Logos no comprendía la razón por la que inspiraba pánico. Se apresuró, pero, a una cuadra del bulevar de la Plaza Principal, fue interceptado por patrulleros.
Ante un grupo de curiosos, le arrebataron el machete de oro y la gata que, moribunda, aún maullaba: no tenía patas, sangraba y parecía suplicar su salvación. A Logos, uno de los gendarmes le cubrió su desnudo cuerpo con una lona (la extrajo de la maletera del vehículo oficial). Como no pudo defenderse contra la evidencia, fue recluido en el Sanatorio Experimental Abierto: una meseta bordeada por montañas y aisladas cabañas habitadas por enfermeros que eran —además— guardianes y capitaneado por un hombre al cual llamaban «El Maestro».