Testigo
Luego de una corta «luna de miel» en Roma, los recién casados retornaron a Caracas. Habitaron un modesto apartamento en Chacaíto, Caracas, y comenzaron una vida rutinaria. Antes del primer aniversario de bodas, después de una fortísima reyerta matrimonial, Aquiles abandonó el hogar y —durante mucho tiempo— Priscila no conoció información alguna respecto a su paradero. Desanimada, la mujer decidió mudarse y empezar una nueva etapa. Dejó crecer su melena, maquillaba exageradamente su rostro e ingresó a un enjambre de inquietos. Pese a que no necesitaba ejercer su profesión de abogada para subsistir, alquiló una oficina amoblada y fundó un bufete.
Al fin, cerca del Museo de Arte Moderno, halló una cómoda mansión y la compró. Casi a mitad de precio, vendió el «piso» de Chacaíto y se impuso la tarea de guardar sus pertenencias en cajas de distintos tamaños. Presa de una inenarrable felicidad, embaló sus óleos: libros, objetos decorativos y muebles. No permitió que la ayudasen. Con paciencia y sapiencia femeninas, acomodó su mundo en los recipientes de cartón.
Ya instalada en los alrededores del Museo de Arte Moderno, con idéntica calma y sabiduría, se dedicó a desempacar. Fue cuando, en una de las cajas, donde debía estar una licuadora, encontró una mano. Aterrada, la observó: absurdamente, sin haber sido disecada, permanecía intacta.
En el curso de la semana, se repitieron los hallazgos: trozos de piernas, rodillas, antebrazos, pies, pecho y cuello. Por tal causa, rogó a sus amistades que no la visitaran. Les dijo que estaba extenuada. Sólo deseaba armar aquellas partes humanas.
Sin dificultad, logró dar forma a un hombre de mediana estatura. La piel era blanca y delicada. Tenía pocos vellos en la zona torácica y abundantes en los brazos. Su pánico aumentó al verlo erguido al frente, inmerso en un cilindro de vidrio que le había fabricado un joven fundidor.
—Ojalá que aparezca la cabeza —rogó a Dios—. De ese modo, acabaría mi angustia…
Transcurridos los años. Se mantuvo libre y se volvió alegre. Con frecuencia, organizaba escandalosas fiestas en su residencia. Orgullosa, mostraba la decapitada figura a los asistentes que bromeaban y bebían licor cual desequilibrados.
Una mañana, el cartero sorprendió a Priscila. Le traía una misiva de su extraviado esposo, expedida desde Houston (Estados Unidos). Escéptica, la leyó en breves líneas. Aquiles le anunciaba o advertía su regreso a Venezuela. Indicaba el día y la hora exacta de su llegada.
Las pista del novísimo aeropuerto estaba húmeda. Aún llovía. Indiferentes al invierno, surgían aves: insectos, reptiles y peces. De una compañía aérea norteamericana, un avión gris aterrizó. Una multitud se agrupó en derredor de la nave. Priscila vio descender a varios pasajeros y, entre ellos, uno cuyo cuerpo se percibía (en extremo) rígido. Inquisitivo, Aquiles la escrutó y puso en funcionamiento su estructura mecánica. Un médico, una enfermera y un agente de la policía internacional lo sujetaban. Periodistas de diarios y televisoras de diferentes países los asediaban:
—Escuchad —declaró el famoso ortopedista—: por primera vez en el mundo, un hombre pudo sobrevivir a la decapitación mediante órganos artificiales. Empero, vino a reconocer a un asesino. Dejadlo en paz…