Llanto de caballos
A mi parecer, mediante la ira nada se transforma y todo se impone: porque la quietud, como la benevolencia, es una de las formas de la sabiduría y justicia. Aunque no del mismo modo, lo he proclamado en otros relatos.
Puesto que amo a los animales, especialmente a los gatos, le contaré un episodio real (de mi infancia) e infinitamente atroz. Sabrá usted, venerable señor, juzgar y elaborar un dictamen inteligible […].
—Aconteció la tarde del 13 de abril de 1952. Macedonio Jimenez Velásquez, mi padre, quien fue experto petrolero, invitó a un grupo de colegas a beber vino en la hacienda Poblado Púrpura (entre ellos, capté a George Duncan, dueño de Lago Rubí Company, abaleado en el Aeropuerto La Chinita por mercenarios). Yo era un chico de nueve años que, silencioso, deambulaba en derredor. Me acompañaba Demódoca, mi gata.
Mi reloj de bolsillo marcaba las dieciocho horas. Oculto tras un araguaney, con horror escuché a uno de los compañeros de mi progenitor sugerirle que matase a cualquiera de nuestros caballos. Teníamos treinta solípedos.
—La carne de caballo es deliciosa —dijo el miserable.
—I am hungry —correspondió Duncan—. Pretty idea…
Traté de intervenir. Mi madre apareció y me obligó a caminar hacia La Cabaña. Sin embargo, ayudado por los binoculares, vi al grupo llevarse los caballos al corral situado detrás de un muro de tierra (a quinientos metros del refugio). Mi corazón amenazó con reventar: Julieta, una de las yeguas, gris, de entristecidos ojos y sacro caminar, permanecía atada a una acacia junto a la mesa donde las vacías botellas de licor emanaban destellos. Mi vista se nubló. Cerré los ojos y —al abrirlos— vi treinta diamantes suspendidos en el aire. Dos colibríes chocaron en el espacio, la luna menguaba y el cielo se percibía despejado. Apenas minutos más tarde, el infando grupo resurgió. Las carcajadas retumbaban. Mi padre desenvainó el magnun que solía colocar bajo su axila izquierda (pistola forjada a su gusto, con cacha de oro blanco y cañón de acero inoxidable). Quise soltar los binoculares y clausurar el ventanal de La Cabaña. Pero, de súbito, oí la detonación. Vomité. Mis piernas se pusieron rígidas. Experimenté estupor. Inamovible, observé cómo se desplomaba Julieta.
Cada atardecer, a partir de las dieciocho horas, durante tres meses, los caballos se reunían en la zona del incidente y lloraban durante aproximadamente una hora.
Al cambio de las cosas, cumplí quince años. El 13 de abril de 1958, el cuerpo de mi padre fue hallado ahorcado en la acacia donde Julieta murió. Casi intacto, en el pecho el cadáver ostentaba una perforación de bala. Por otra parte, la autopsia reveló que le faltaba el cerebro. Por primera vez en mi vida, la mañana de ese día interrumpí mi norma de ser vegetariano.