Quirófano
Así como todo quirófano tiene una sala de espera, ninguna operación se ejecuta sin una atmósfera previa de «pánico». Entonces, el tiempo no le es indiferente a un sujeto víctima de la impotencia. Por lo contrario, lo siente transcurrir a la velocidad de la tortuga.
Al cambio de las cosas, he aceptado, amigo lector, mi inconmensurable ignorancia. Lo digo porque, cuando este prefacio ascendió a mi conciencia, a mi razón, jamás había imaginado presenciaría y compartiría la impotencia de un paciente sometido a la anestesia.
La primera semana del mes de junio de 1982, un domingo, a las ocho horas, Carla fue introducida al quirófano.
Yo me sentía tranquilo, imperturbable, convencido de que la intervención quirúrgica sería un éxito.
Ya mi apreciadísimo amigo, el Doctor Philips, se ha trajeado para intervenirla (con un mono verde, ancho y esterilizado).
—Carlita está nerviosa —murmuró, sonreído, el cirujano mientras secaba sus manos en la sala de espera—. Le teme a la anestesia; ja, ja, je… Las operaciones en las parótidas son sencillas.
Me contagió aquella franca carcajada. Philips penetró, nuevamente, al quirófano. Me di la tarea de leer los periódicos. El frío me molestaba. Escruté las plántulas que daban un hermoso aspecto, casi supranormal, al finito y frontal patio. Miré al cielo.
Las golondrinas retozaban en el firmamento. Respiré hondo, quizá en extremo, como lo hacen los asmáticos. Doblé el matutino.
Recordé cuánto detesto las verdades matemáticas evidentes. Cada minuto era un axioma, una de esas realidades aritméticamente infalibles: sin zapatos, mis pies miden 48 centímetros. Y, con ellos, sin darme cuenta, recorrí la distancia entre el banquillo de la sala de espera y el mencionado patio delantero.
Pensé que la intervención terminaría pronto y, gracias a la benevolencia de Dios, volvería junto a Carla. Pero, me equivoqué. Más tarde, el reloj me anunció la hora y cuarenta minutos de operación. Repentinamente, la enfermera salió y (sin quitarse la mascarilla) me inquirió:
—¿Eres Alberto, cierto?
—Sí —respondí sorprendido.
—El Doctor Philips desea verte en el quirófano.
Me llevó hacia una habitación contigua al quirófano donde, aparte de dos estantes llenos de frascos, sólo vi trajes esterilizados y mascarillas. Me puse uno de ellos e irrumpí a la sala. La instrumentista me saludó con un movimiento de cabeza. El anestesiólogo me miró inexpresivo. Philips ordenó que me aproximara. Carla respiraba profundo, muy profundo. Nunca la vi tan indefensa, tan impotente, atrapada, con una máscara de oxígeno en una estrecha cama.
Tuve la sensación de percibir a un ser ajeno a mi mundo. Empero, simultáneamente, padecí la misma impotencia que inspiraba su cuerpo ante el cirujano.
—Este es el nervio facial —me indicó el médico, con rostro severo—. Observa: le raspé bastante la zona afectada por los tumorcitos, cinco en total, y le extraje la parótida completa.
De súbito, apareció un enorme murciélago vestido de plomo. El Doctor Philips, el anestesiólogo, la enfermera y la instrumentista parecían estar en trance hipnótico. Eran estatuas. Yo desafié al pajarraco extraterrestre. Como lo he declarado otras veces, me placen infinitamente los duelos. Por tal causa, sentí una dureza física superior a la del diamante, al acero, al adjetivo invulnerable. El ave, cuyas alas medían un metro cada una, me abrazó enfurecido. Nos envilecimos en una ardua lucha a muerte.
Cuerpo a cuerpo, el combate se prolongó durante diez o más minutos. Mi enemigo se fundió transformándose en un trozo de carne con cinco tumorcitos: sin duda, inocuos. Philips despertó del trance y me dijo:
—¿Te das cuenta? No volverán a reproducirse…
—Comparto su opinión, Doctor —repliqué maravillado.
Enrarecido, el ambiente se sobreiluminó. El Doctor procedió a suturar la herida. Ejecuté varios pasos hacia la salida. Me detuve en el cuarto de los trajes esterilizados. Me quité el que me ocultaba. Salí. Afuera, erguida, Carla me esperaba. Con mirada apacible, me preguntó:
—¿Se recuperará el murciélago?