LXXXVI

Asesino

En el curso de la mañana, Estigio deseó ejecutarse: a su juicio, la rutina lo separaba de una existencia auténtica. Hasta ese día, su rectitud forjaba a un individuo apacible y cortés. Tú, lector, y yo, que narro, sabemos cuánto la Historia registró sobre lo expuesto. El aburrimiento es decadencia, la aventura renovación de pasiones y el desacato un noble principio. Estigio igual lo razonó: por ello, la detonación se produjo.

El arma, de fabricación casera, ferrada en inusitado proceso, cacha de oro y gatillo de rubí, expelió humo. Un suave movimiento de mano, un instante purpúreo, la luz encima de la pistola y el presagio en la mirada. El ruido: seco, indivisible, exacto, ajustado a la contingencia.

Violentamente, Estigio cayó. Hubo alarma. Todavía el Aereómetro no aparcaba en la Estación Valle Grande.

Un minuto después, el vehículo se detuvo; apresuradas, varias personas lo trasladaron a la Clínica del Boulevard. Los gendarmes custodiaron al infortunado e interrogaron a los testigos.

Estigio se salvó de una intervención quirúrgica (la herida fue poco profunda). Le aplicaron las curas correspondientes: «inyecciones antibióticas», «esterilización de la zona» y «vendajes».

Antaño sosegado, su rostro se volvió rígido: y ninguno imaginó las probables secuelas del fallido acto. Dentaduras flotantes, postizas, sonríen en el iluminado y blanco habitáculo. El paciente penetra lo revés de un sueño iniciado con un ruido seco, indivisible, exacto, ajustado a los hechos.

No preciso la suma de presentes perpetuos. El hombre, ya vestido, fortalecido, lúcido, cejas altivas y cabellos en orden, traspasó el umbral de la Clínica del Boulevard y retomó la calle: una libertad de concreto, smog, indiferentes peatones y escándalos.

Si Dios lo ayudó y quiso que viviera, pronto arrepentirá. La razón: Estigio nació en Paraíso de Rufianes. Contra él, los dictámenes no procederían lícitamente.

Mi personaje comenzó a vivir presa de la rabia. Una máscara adherible a la piel de la cara, un peluquín verduzco, zapatos de goma y la pistola precedían los súbitos y breves llantos. Con una extraordinaria superficialidad, los noticieros apodaron «psicópata enmascarado» a un fantasma surgido de las penumbras. La única pista en los lugares inspeccionados: «Cada ente es su propio asesino, verdugo y juez. Cada víctima uno de los dobles de su agresor». Quizá epitafio, no sé. El alba me apodera oculto en el disfraz.