El escultor
La nada, argumento filosófico tan antiguo y enigmático cual el Hombre, surge de lo perceptible. La juzgamos cosa ninguna porque, sin reparos, su índole enfrenta al concepto tradicional de existencia. Pese a ello, postulamos definiciones de cuanto no tiene registro. Estamos forjados bajo la ilusión del lícito juicio, la conjetura inteligible y el procedimiento científico. En virtud de lo expuesto, nació la siguiente historia:
«Con sus encallecidas manos, el escultor tallaba una figura humana. Su ingenio daba vida a una nariz perfilada, discretos pómulos, entristecidos ojos. Los redondos y menudos hombros prolongaban un cuello poblado de gruesas venas.
»Jamás informe, el volumen ocupaba una parcela del espacio vacío e infinito. La nada, el escultor y la ablución implícitos en el acto creador; la luz del astro mayor, un ámbito imaginable y mortal, se materializaron en el taller.
»—Soy Dios —para sí mismo, proclamó el artista.
»En ese siglo, quien poseyó dones divinos fue —rápidamente— enjuiciado: expuesto al desprecio público, fustigado y oculto en el subsuelo terrestre.
»—Dicté mi volición —mientras lloraba, proseguía el solitario individuo—. En mi propio nombre, te concibo. Que el Libro de la Posteridad (no el Eclesiastés) guarde tu nueva circunstancia.
»Súbitamente, el escultor sintió que algo mojaba su pecho y vientre. Con ambas manos, apretó el estilizado cuello del mozo inamovible: cuyo erguido miembro —en oblicua posición— disparaba chorros de orine hacia él».