LXXXIV

Cubo de cristal

Tras un amplio mostrador, en uno de los parajes turísticos de la Avenida Principal, Rufino vio un cubo en venta. Adherido a uno de sus lados, un papel explicaba sus funciones.

Con letras mecanográficas, ahí estaba escrito lo siguiente: «A través de las paredes de este cubo de cristal, conozca su futuro».

Presa de la curiosidad, Rufino introdujo su mano izquierda en el correspondiente bolsillo de su pantalón y palpó. Rápido, sacó todas sus tortugas de plata. Contó cincuenta y cinco. Igual, extrajo su billetera y completó la suma requerida.

En el almacén, un altísimo hombre lo atendió. Por causa de la mediana estatura de Rufino, el (quizá) propietario dobló excesivamente su columna vertebral para ejecutar la reverencia de los serviles. Le traquearon algunos cartílagos cuando interrogó:

—¿Desea algo, Señor?

—Quiero el cubo de cristal —parco, respondió el comprador.

Súbitamente, el alto y quijotesco vendedor ordenó a su esposa que le buscase la pieza. Sumisa, la mujer corrió hacia el mostrador. Después, regresó y puso en manos del cliente el objeto.

La calle está repleta de transeúntes, automotores y animales realengos. A paso de ebrio, nuestro protagonista camina sin rumbo preciso. No puede ocultar su alegría por la rara adquisición. «Al fin —pensaba— seré consciente de mi devenir».

Se detuvo en la Plaza Abril y sentó su Ser Físico al borde de la estatua del Prócer Cobarde (honor al general que, ante el Decreto de Guerra a Muerte dictado por el Libertador, fundió su sable y desertó incitado por una hermosa dama). Acomodó el cubo de cristal y, sin pestañear, lo miró fijamente. Pronto, surgió la imagen de un gorila. El monstruoso animal, enfurecido, blandía un machete. Rufino se aterró. En un maletín de piel, similar al usado por los médicos, guardó el invento y prosiguió su camino.

Durante varios meses, el objeto mostró la misma imagen a Rufino quien —obstinado— continuó escrutándolo inútilmente hasta cumplir el año de posesión.

Presa de la ira, una calurosa tarde lanzó el aparato desde el balcón de su apartamento (noveno piso). Milagrosamente, el frágil cubo no reventaría al caer encima de un automóvil abajo estacionado. Rebotó y produjo un fortísimo estrépito al caer sobre el pavimento.

Días más tarde, recibió un telegrama de su progenitora. Textualmente, le anunciaba: «Iremos de vacaciones a Ciudad Ferrosa. Espéranos en el aeropuerto. Me acompañarán tus hermanitas. Estaré contigo a las diez horas, mañana sábado».

Priscila y Nuriamarina, sus hermanitas, se empeñaron en visitar el Zoológico de Aries (situado al norte de la capital). Por otra parte, su madre le rogó que la llevase a La Catedral.

—Primero, vamos al zoológico —ordenó la Señora.

El vehículo se desplazaba sin tropiezos. Empero, Rufino parecía nervioso. Su garganta secó, su cuerpo temblaba y un frío extraterrestre fustigaba sus huesos. Muy cerca, rabioso, un antropomorfo empujaba a un obrero que cortaba el monte con un machete. Logró quitarle la filosa arma y amenazó a los turistas.

—¿Qué te sucede, hijo? —le preguntó Doña María al verlo ensimismado.

Rufino la miró, reaccionó y pronunció:

—Nada. Me distraje, perdóname.

Numerosos reptiles cruzaban la carretera. En ocasiones, los conductores los mataban con las llantas. Al fin, llegaron. Todavía intranquilo, Rufino llevó a sus acompañantes al lugar de los felinos. Con fervor, sus hermanas fotografiaban a los encarcelados mamíferos.

Repentinamente, apareció el gorila. Levantó el machete a la altura de su cabezota y embistió contra Rufino que, dominado por el pánico, huyó.

En curso de una semana, Rufino estuvo extraviado. Al recuperarse psíquicamente, retornó al apartamento. Sus familiares le explicaron cómo los gendarmes sometieron y arrestaron al tipejo que se disfrazaba de gorila.

—Es un individuo altísimo, de aspecto quijotesco —relataba su madre.