El Sicario
Lya Ballesteros leyó el aviso —publicado en el diario Últimas Noticias— que decía:
«Si usted desea morir y no puede flagelarse por cobardía o prejuicios religiosos, solicite mi ayuda. Escriba al Sr. Sicario, Apartado Postal Nº 96. Mérida, 5101, Venezuela. Garantizo total confidencialidad».
Recortó el «aviso clasificado» con una hojilla de las que solía descartar luego de afeitarse una vez con ellas. Se levantó del sofá y buscó un bolígrafo. Redactó una breve misiva:
«Estoy desesperada, señor Sicario. Siento avidez por la muerte. ¿Podría usted matarme? Estoy dispuesta a pagarle, en efectivo, hasta un máximo de doscientos mil próceres impresos por el trabajo. He aquí la única condición que antepongo al trato: mi muerte no debe ser dolorosa. Por lo contrario, placentera. Búsqueme en la Sección de Finanzas del Banco Transnacional. Ahí concertaremos la cita mortuoria».
(LYA BALLESTEROS).
Después de recibir y leer la carta de la Ballesteros varias veces, El Sicario fue a visitar a la dama al Banco Transnacional.
—¿Trabaja aquí la Sra. Lya, cierto? —interrogó a una antipática recepcionista.
—¿Quién es usted? —curioseó la joven.
—Un amigo de ella.
—¡Tiene que darme su nombre, comprende!
—Soy el Sicario.
—Ese no es un nombre.
—Es mi seudónimo.
—Si no menciona su nombre no podré anunciarlo y llamaré a los custodias —súbitamente malhumorada, amenazó.
—Oiga, Señorita: es importante para Lya Ballesteros que hablemos. Si usted no me anuncia ahora, pronto lo lamentará.
Todavía molesta, la chica ejecutó un par de pasos hacia un master telefónico digital. Tocó uno de los numerados espacios del multiaudifonovocal y murmuró:
—Un señor la busca, doctora. Afirma que usted lo espera. Rehúsa darme su nombre auténtico y se limita a decirme que es el Sicario.
—Hazlo pasar —inmediatamente— a mi oficina y, mientras esté conmigo, no me pases llamadas telefónicas —secamente, ordenó Lya.
El Sicario sentó su Ser Físico en una de las butacas que yacían frente al lujoso escritorio de la Ballesteros, y notó la extraordinaria belleza de la mujer.
—Me impresiona usted —le confesó en tanto que, con su mano derecha, palpaba la pistola oculta en su maletín.
—¿Qué le gusta de mí? —sin sonreír, le preguntó la cliente y le extendió una botella repleta de caramelos. Igual un paquete con doscientos mil próceres impresos venezolanos.
—Usted me recibió de pie y vi su cuerpo, doctora —contestó—. Segundos más tarde, sentándose, percibí parcialmente sus pechos por su entreabierta blusa. Levanté la mirada y me ofuscaron sus ojos…
El hombre tomó dos caramelos y se llevó uno a la boca. Guardó el paquete de dinero en el maletín. Lya lo escrutaba con asombro. La había —obviamente— perturbado. Fue el propio visitante quien rompió el silencio de la Ballesteros.
—He venido para que nos citemos, ¿lo olvidó? Dígame su dirección y la hora durante la cual está absolutamente sola. No correré riesgos para asesinarla.
Lya tiró una tarjetita de presentación sobre sus piernas. El otro la recogió del piso y bufó. En el reverso, ella había plasmado las instrucciones manuscritas.
—Esa no es forma de tratar al que le ahorrará la molestia de eliminarse —declaró el Sicario.
—Estoy confundida y nerviosa —se disculpó—: esta noche moriré, entiéndame…
Sin más palabras, el Sicario salió de la oficina. Tomó su menudo vehículo y marchó hacia la Avenida Sacramento. Allá, en su residencia, leyó los matutinos y se ocupó en revisar y limpiar su pistola automática.
Al oscurecer, vestido de azul, abrió el portón de la casa de Lya. Caminó rumbo a la puerta principal y comprobó que estaba abierta. Entró y la vio en dormilona; recostada en un amplio mueble, lucía hermosísima.
Tras un corto período de mutua observación, ella le rogó al intruso que cerrase la puerta con llave. Su servidor acató el mandato y, posteriormente, se aproximó al mueble.
—Apagaré las luces —musitó la Ballesteros y se dirigió al sitio donde fueron instalados los interruptores.
El Sicario desenfundó su arma, la examinó, le colocó un silenciador y apuntó a Lya. Visiblemente conmovida, ella se acercó a él y lo abrazó con fuerza. Poco a poco, se deslizó hacia abajo hasta quedar arrodillada.
Su boca se hallaba al nivel de la pistola y, por eso, la abrió. Suave, el Sicario introdujo el cañón del arma en la provocativa cavidad bucal de la Ballesteros. Su dedo índice tocó el gatillo, sin decidirse a activarlo.
El Sicario puso su mano izquierda encima de la cabeza de Lya al tiempo que ella, dulcemente, chupaba la punta del silenciador. Ninguno advirtió en qué momento el falo del hombre sustituyó a la pistola en la boca de la Ballesteros quien, ansiosa, lo succionaba.
Transcurrieron diez minutos antes de la (eyaculación) detonación y la mujer cayó bruscamente a los pies del criminal. El orificio urinario del aún rígido miembro expelía copioso humo.