LXXXI

Zoológico familiar

Al final de la Luna de Miel, los esposos Pirandelo conversaron en el Hotel «Los Páramos» sobre la posibilidad de tener dos hijos para dar forma a una dicha hasta ahora circular.

—Quiero un par de chicos —promulgó Ana María—. Un varón y una hembra, por supuesto…

—Estoy de acuerdo contigo, mi amor —correspondió Jorge Antonio—. Aún cuando no tengo una gran fortuna, es suficiente para criar muchachos y dejarles aceptables bienes en caso de que muera.

—No seas pavoso… Hablar trágicamente durante la Luna de Miel es excentricismo.

La pareja esperó que el período marcara la fecha a partir de la cual intentarían fecundar al primer hijo. Una semana después de la Luna de Miel, sobrevino la llamada menstruación. Ana María suspendería las píldoras anticonceptivas.

Una noche, en plena ovulación, tuvieron relaciones parcialmente interrumpidas por la insólita presencia de un fisgoneador búho en la ventana de la habitación matrimonial. Jorge Antonio lo corrió mentándole la madre y amenazándolo con un revólver que ocultaba bajo la cama. El pajarraco, aterrado, produjo un gran estrépito en su obligado y atropellado vuelo.

Nueve meses más tarde, cundió el pánico en la Clínica «Virgen del Carmen». Ana María había (podrido) parido un bebé con cara y alas de lechuza. Inmediatamente, convocaron una junta médica y prohibieron la entrada a los periodistas: ninguno se explicaba cómo lograron enterarse del asunto. Iracundo, el director juró destituir a quien filtrara más informaciones en favor de los «insensatos comunicadores sociales».

La Junta Médica y la pareja Pirandelo creyeron conveniente la eliminación de la bestia. Empero, súbitamente fueron acusados de impíos por el sacerdote que solía oficiar las extremaunciones a los burgueses que elegían morir en la «Virgen del Carmen»:

—Si ustedes asesinan al niño, yo, personalmente, los denunciaré ante las autoridades y la prensa —los intimidó.

Acataron la sugerencia del presbítero y dejaron vivir a la criatura. Además, un juez dictó una resolución mediante la cual obligaban al matrimonio a cuidar a Nicolás: el búhombre por cuya causa Jorge Antonio y Ana María se mantenían en permanente reyerta.

Resignados por lo que la Iglesia —proclive a justificar las aberraciones más inimaginables— determinó en nombre de Dios, ambos aceptaron velar por el monstruo primogénito y simultáneamente emprender la búsqueda de un segundo descendiente.

Sintiéndose ovular, Ana María anunció —capciosamente— a su compañero su excelsa disposición para intentar un embarazo. Jorge Antonio, con los testículos abultados de semen y abstinencia involitiva, ello toda vez que su mujer lo aborrecía culpándolo de haberla fecundado con un «espermatozoide amorfo» y «demoníaco», desesperado accedió a poseerla.

En la ejecución del tercer coito consecutivo, una espectacular iguana —de un metro de largo, aproximadamente, de las que suelen habitar la cima de los árboles y se dejan ver pocas veces por los humanos— tocó con obstinada insistencia el vidrio del ventanal volviendo interroto el acto carnal.

Furioso, Jorge Antonio disparó contra el intruso de oblongo hocico y el impacto de la bala lo tiró hacia el traspatio. Con el falo aún erguido y trémulo, se levantó abruptamente de la cama y asomó su rostro a través del ventanal. Pese a ver agonizante al lagarto, detonó nuevamente su revólver porque le sacaba —en abierta mofa— su escotada lengua.

Los vecinos —al presumir que al fin el matrimonio ajustició a la lechuzahombre para redimirse— acudieron a la residencia de los Pirandelo y formaron un alboroto al frente. Jorge Antonio cubrió su desnudez con una toalla, saltó al traspatio, agarró al reptil y sorprendió a los chismosos con su facha de cazador: en su mano izquierda llevaba a la iguana y en su derecha su humeante arma.

Las mujeres de los vecinos —que, en su ancestral condición de comadres, captaban lo doméstico hasta en instantes de perplejidad— comentaban entre sí la graciosa erección de Jorge Antonio tras la toalla. El miembro se movía grotescamente en espera de la reanudación del coito, la víspera interrumpido para expeler lo que podría llamarse larvas de hombres.

Los vecinos regresaron a sus hogares y, al entrar a su casa, Pirandelo comprobó que el búhoniño sobrevolaba la sala. Le intrigó su fuga de la jaula, instalada en la recámara anexa a la cocina; donde, aparte de las sirvientas, sólo tolerarían dormir las ratas. Lo atrapó y encarceló.

Minutos después, prosiguió su frustrado tercer coito con Ana María quien, inamovible y paciente, esperaba su retorno a la alcoba.

Transcurrieron los meses y una tarde Ana María fue auxiliada por una de las vecinas cuando rompió fuente. Fue conducida al mismo centro asistencial, la Clínica «Virgen del Carmen». El mismo obstetra que asistió a su mujer durante el parto primerizo, el doctor Temístocles Arreaza, escandalizado telefoneó a Jorge Antonio para notificarle el nacimiento de un bebé mitad humano y mitad lagarto.

Al cabo de dos décadas, los Pirandelo se enriquecieron mediante el cobro de entradas a los turistas: que, de todos los confines de la tierra, venían a conocer a las famosas bestias del zoológico particular de Jorge Antonio.