LXXX

Mutilado

Durante más de un lustro, Bia eligió la violencia para dirimir sus desacuerdos con Ocunue: los puños, las uñas y objetos domésticos.

De costumbres apacibles, intelectual, ligeramente inclinado a Baco y atractivo para muchas mujeres, su marido había (resignado) claudicado.

Bia era hermosa, inteligente y también encantadora para los varones: pero, a causa de su frecuente mal humor y sus prejuicios, era difícil que alguien se atreviera a cortejarla o adularla. Aparte de lo cual, asumía los típicos comportamientos de las casadas.

Ocunue estaba destinado a convertirse en el «elemento físico» mediante el que Bia desataría su odio, su ira. Cruelmente, se desinhibía cuando la oportunidad de proferir golpes se presentaba.

—Eres un degenerado —solía gritarle—. Un tipejo: egocéntrico, bruto, ordinario, camionero, promiscuo, sádico, estafador (no me has dado la vida que prometiste), puto, coño de madre, rata, gusano, excremento de cañería, infeliz, desalmado, mal padre […].

En ocasiones, parecía que su forma de proceder respondía a sus celos extremos. Sin embargo, específicos e inequívocos rasgos delataban su placer por la praxis del castigo corporal. De su boca brotaba espuma, sus ojos (que normalmente eran verdes) se volvían llamas y sus labios adquirían una mueca horrenda. Es decir: su belleza se transformaba en monstruosidad.

Sin éxito, Ocunue intentó persuadirla de actuar sin exaltaciones: de discutir los problemas sin recurrir a la violencia. Bia reincidía constantemente: lo lesionaba con diferentes instrumentos, le arrancaba los cabellos, lo rasguñaba y hasta quiso dejarlo ciego (le arrojó el contenido de un frasco de alcohol puro en los ojos, provocándole una grave irritación corneana). También lo amenazaba con verterle ácidos para lograr su definitiva ceguera. La más peligrosa de sus ideas fue, sin duda, la de amputarle el falo tras verlo dormido.

Empero, ignoraba que ya por la mente de su esposo deambulaba ese recurso: segar su miembro. De ese modo, Bia lo dejaría en paz y admitiría que él no le era infiel: por no poder ni querer.

Una noche, casi al amanecer y abrumado por las sistemáticas agresiones de Bia, el carajo compró una docena de pócimas espumosas y legales. Escuchaba música y bebía. De pronto, afiló el cuchillo que usaba para deshuesar pollos: y, luego de ponerlo erecto, cortó su falo. Automáticamente, del tronco brotaron chorros de un líquido color ocre (cuya consistencia recordaba al barro). Ocunue tiró el arma, se llevó las manos a la sexual zona y cayó desmayado.

Más tarde, Bia lo halló. Con la ayuda de la chica del servicio doméstico, lo condujo hacia la calle. Paró un taxi y le pidió que se apresurara rumbo al hospital. Allá, los interrogatorios médicos y las pesquisas policiales fueron embarazosos. Ocunue recuperó el conocimiento y formuló:

—Nadie me hirió. Volitivamente, amputé mi pene.

La sirvienta se dio la tarea de limpiar las paredes del cuarto de baño donde Ocunue, enloquecido, se castró. Lucían terriblemente manchadas. Trató de recoger lo que del miembro de su patrón dejaron las cucarachas y hormigas falófagas de la casa. Inútil propósito: del techo saltaron y la atacaron los ortópteros e himenópteros. Presa del pánico, huyó.

Ulteriormente, retornó la calma al hogar: no se oían insultos, alaridos de medianoche, recriminaciones, los comunes estrépitos producidos por los vidrios al romperse. El presidente de la Junta de Condominio del edificio los felicitó y retiró la amenaza de desalojo que, por escándalos, pendía sobre la familia. Ocunue se dedicó aún más a su trabajo escritural, a la lectura y a ver películas. Platicaba poco y, progresivamente, aumentó su insomnio. A veces sentía un irremediable cosquilleo en el tronco fálico, angustia sexual, calor excesivo. Frustrado, ejecutaba los movimientos propios del coito. Entonces, sus lágrimas precipitaban y humedecían sus pómulos que —bajo la luz de la luna— mostraban inusitado brillo.

Transcurrieron apenas tres meses antes de que Bia retomara los hostigamientos contra su marido. Al principio, le insinuaba que él empleaba su lengua para coronarle orgasmos a su secretaria: una dulce y atenta dama a quien agradecía sus consuelos verbales.

Las insinuaciones se transformaron en directos emplazamientos:

—Hijo de puta —lo espetaba—. No tienes palo e igual me traicionas con tu lengua… He visto sangre en tus labios. Ni siquiera esperas que tu secretaria deje de menstruar para lamerla como lo que eres: un perro escabioso… (La verdad es que Ocunue sangraba a causa de su torpe uso del «hilo dental»).

Una madrugada, varios directivos de la Junta de Condominio se reunieron de urgencia y acudieron al apartamento de la pareja. Iban con el fin de solicitarles el alejamiento del lugar. Pero, un extraño incidente los detuvo: víctima de un intenso dolor, Ocunue se arrastraba por el pasillo que comunicaba a los apartamentos del Piso 3. De su boca emanaba copiosa sangre y todavía, con fuerza, su mano derecha apretaba una tijera análoga a las empleadas por los descuartizadores de aves en las carnicerías.

Lo rescataron y —personalmente— llevaron a una clínica situada a pocos metros de ahí. El presidente del Condominio utilizó su tarjeta de crédito para responsabilizarse por los gastos. La administración del edificio contaba con una partida de contingencia, especialmente destinada a los residentes en tragedia.

—Busque, velozmente, la lengua del señor —rogó uno de los cirujanos—. Estamos en condiciones de anexársela…

Un voluntario fue y pudo ver cómo el perro de Bia, un pequinés de hocico extra, se disputaba entre cucarachas y hormigas el pedazo de carne. Le narró el «accidente» a la señora de la casa y, junto a ella, de nuevo se dirigió al establecimiento hospitalario. Al enterarse de la pérdida del órgano, los médicos —que tenían listo a Ocunue en el Quirófano— decidieron rasparle la zona mutilada y coserla. Bia mostraba desequilibrio psíquico por la acción de su hombre. Una enfermera le aplicó calmantes intravenosos.

Al cambio de las cosas, mudo y sin miembro, Ocunue proseguía su existencia. Oficialmente, las autoridades de la institución universitaria donde laboraba ordenaron que fuese pensionado. Creyéndolo loco, sus antiguas amistades y compañeros de trabajo lo rechazaban. En los ambientes culturales, gente maliciosa esparcía numerosos rumores en los cuales él era descripto cual «imbécil».

Por su parte, Bia visitaba, todas las noches, una iglesia evangélica. Se confesaba arrepentida y penitente. Cruzaba escasas palabras con Ocunue. Temía —según dijo a uno de sus cuñados— que su esposo la asesinara por venganza. Ningún infundio se propagó mayor. Jamás aquél infortunado haría daño a quien tanto amó.

Ocunue fue divisado por última vez en un sanatorio para minusválidos: se desplazaba en una silla de ruedas electrónica y carecía de manos, pies y nariz.

—La semana próxima llegarán de Norteamérica tus prótesis —lo alentaba una hermosa enfermera—. Parecerás una persona normal. Ya verás.