El indigente
—La existencia es sempiterna, pero quienes temporalmente la representamos no lo somos —aterrorizado, expuso el indigente sin apartar su mirada de la pistola que El Exterminador de mendigos le había colocado en el entrecejo—. Señor: le ruego, de rodillas, que tenga piedad de mi…
—¿Para qué? —le preguntó quien fortuitamente lo amenazaba—. Si es cierto lo que afirmas, no reencarnarás para ser —de nuevo— un miserable.
—Perdóneme, señor: me contradije involuntariamente con un peripatético enunciado.
La detonación produjo eco entre las imperiales y modernas edificaciones de la ciudad. Varios residentes de apartamentos asomaron sus rostros por las ventanas. Bostezaban e intentaban superar el tedio para salir a cumplir con sus obligaciones cotidianas.