El ano falófago
Conocí a Patricia Doblevé en el boulevard de Sabana Grande, en Caracas. Estaba sentada sola, en una mesa para cuatro personas, y leía una biografía que de Freud escribió Stefan Zweig. Al preguntarle si podía sentarme ahí, asintió con la cabeza y abrió sus piernas para demostrarme cuánto deploraba la ropa interior.
Pedí una cerveza al mozo que todas las tardes servía, con excesiva amabilidad, a los mismos ociosos y a furtivos turistas norteamericanos, suizos, noruegos, ingleses y franceses. Rara vez vi a dominicanos, portorriqueños, haitianos o gente del bajo Sur.
—¿Cuál es tu nombre? —interrogándome, llamó mi atención la mujer.
No le respondí inmediatamente y, nervioso, miré su vagina. Era hermosa: color rojo pálido y poco velluda.
—Empédocles —al fin, satisfice su curiosidad.
—¿Harías el amor conmigo? —inquirió nuevamente y aproximó su rostro al mío para besarme.
Sin esperar mi decisión, se levantó súbitamente de su silla. Tomó su bolso, giró su Ser Físico hacia el lugar donde yacía la caja registradora y caminó de un modo incitante. Extrajo una billetera y pagó la cuenta en próceres impresos venezolanos. Me resultaba imposible despegar la vista de su formidable trasero, de sus bienformadas piernas y de su obscura y abundante cabellera que contrastaba con su blanquísima tez.
Me atraganté con la cerveza, me puse de pie y la seguí a su automóvil. Sin cruzar palabras, la chica encendió su máquina de rodamiento y condujo rumbo a su hábitat.
Ya en la cama y desnudos, admito que yo no (pretendía) deseaba penetrarla por detrás. Empero, ella insistía con sus provocaciones: me fustigaba el miembro con sus preciosas nalgas y me desafiaba con posturas similares a las de las gatas en celo.
—No me obligues a ejecutar la falotración anal —le rogué con voz apagada, vanamente, en tanto mi pene, ufano, enrojecía de excitación y brincaba.
No resistí ni dos minutos: abrumado, introduje mi órgano en su ano y, luego de jadear durante media hora, experimenté una eyaculación indescriptible. Me sentí profundamente feliz, pero, de repente, me asaltó un intensísimo dolor. Por su parte, Patricia bufaba de placer y se echaba dócil encima de las almohadas. Mientras caminaba en dirección a la ducha para asearme, el dolor aumentó en mi sexo. Había pensado examinarme ante el espejo.
Abrí la puerta y, cuando estuve frente al vidriorreflejo, comprobé que ya mi falo no pendía entre mis piernas. Horrorizado, advertí cómo un chorro de sangre brotaba del tronco deslizándose por mis muslos. Indignado, volteé para mirar a la Doblevé y capté una minúscula —de piraña— dentadura al centro de sus nalgas.