El porfiado
Fortunato fue sorprendido por su madre cuando, tiernamente, abrazaba a la dócil gorila que su padre había (adquirido) traído de África donde realizó una importante investigación antropológica enviado por la Universidad Central de Venezuela (UCV).
—¿Qué haces ahí, hijo? —indagó Ana Cecilia, alarmada, desde la ventana de la cabaña que mandaron construir especialmente para Chellenna.
—Nada, mamá —visiblemente asustado, replicó el joven universitario.
—Algo hacías con Chellenna, porque estás desnudo y sudoroso…
—Me duchaba en mi cuarto, escuché lamentos y corrí hasta aquí: pensé que la gorila estaba enferma y vine a examinarla apresuradamente. Recuerda que estoy avanzado en los estudios de veterinaria.
La señora de Barrientos dudó de la veracidad de la versión de Fortunato, pero creyó conveniente dejar el asunto para otro momento y emplazó al muchacho:
—Me encargaré de Chellenna. Regresa a tu recámara… Hazlo rápido.
La casa de los Barrientos era amplísima, de doce habitaciones e igual número de baños. Empero, sólo vivían en ella los esposos, sus tres hijos (Fortunato, Lucila, Enmanuel) y dos sirvientas.
La indignada madre no advirtió que la escena romántica entre el mayor de sus hijos y Chellenna fue también observada por Lucila. Poco antes del almuerzo, la chiquilla quinceañera entró al aposento de la señora de Barrientos y delató acciones similares y más profundas de Fortunato.
—Lo he visto muchas veces acostarse, desnudo, encima de Chellenna —murmuró—. Tengo un lente de acercamiento de los usados por papá en las expediciones… Fortunato nunca fue cuidadoso y jamás cubrió la ventana con alguna improvisada cortina. Enmanuel está enterado. Yo lo veo muy confundido.
—Quizá para no llamar la atención de las sirvientas, nunca quiso cubrir las ventanas con sábanas o toallas —presa de incontrolable llantos, expresó Ana Cecilia su sospecha.
Ese mediodía el almuerzo familiar transcurrió silenciosamente. Todos se escrutaban los ojos, sin pronunciar más palabras que las elementales. El señor Carlos Barrientos notó que algo ocurrió y, tras abandonar a medio comer su plato, llamó a su esposa y se reunió con ella en una de las bibliotecas.
—¿Qué sucedió aquí, Ana Cecilia? —la interrogó y frunció el entrecejo.
—Es muy grave, Carlos —musitó la mujer y lloró nuevamente—. Fortunato mantiene relaciones sexuales con Chellenna.
—¿Con Chellenna? ¿Está loco?
—Excepto tú y yo, todos lo sabían en la casa: inclusive, hasta las sirvientas. Pese a que Carlos y Ana Cecilia eran personas cultas y conformaban un matrimonio moderno, evitaron llevar a Fortunato ante un psiquiatra. Temían que el problema trascendiera y la familia Barrientos experimentase un escándalo. Motivo por el cual decidieron enviarlo a Estados Unidos para que prosiguiera sus estudios allá y alejarlo de Chellenna, una bien cuidada e inofensiva gorila por la que Carlos habría pagado cinco mil próceres impresos norteamericanos a varios cazadores africanos.
Pasaron los años y Fortunato no escribía frecuentemente a sus padres. Sólo en dos ocasiones lo hizo: cuando culminó sus estudios de veterinaria en New York y la víspera de su boda con Susana, de la que no envió fotografías ni dio detalles. En cambio, los orgullosos Barrientos pudieron comprobar la licenciatura académica de su hijo por abundantes pruebas fotográficas y recortes de diarios recibidos.
Con el propósito de que sus padres no asistieran a su graduación, Fortunato colocó tardíamente la invitación oficial para el acto académico en el buzón de correos próximo a su apartamento.
—No es necesario que vengan a New York a verme —solía repetirles telefónicamente—. Inmediatamente después de graduarme, regresaré a mi país. Es mejor que me obsequien el dinero que planeaban gastar en pasajes aéreos, hospedaje y en la adquisición de objetos superfluos. La vida en esta ciudad es dura…
Luego de un mes de su graduación, Fortunato informó a sus progenitores que ya no deseaba retornar a Venezuela y anunció sus nupcias con Susana:
—No quiero verlos en mi matrimonio —en tono descortés, expresó telefónicamente a su madre—. Dile a papá que no me envíe más dinero…
En el decurso de una década, ninguno de los Barrientos tuvo noticias de Fortunato: dónde trabajaba, el sitio donde residía y quién era Susana permanecía en absoluto secreto.
Ana Cecilia enfermó súbitamente de cáncer y, dos meses antes de morir, pagó varios comunicados de prensa en los periódicos estadounidenses de mayor circulación mediante los cuales exhortaba a su hijo que viniera a verla a Caracas:
—Moriré, Fortunato, sin haber tenido la dicha de verte en mi lecho… —así terminaba su ruego.
Una mañana, al hojear el New York Times, Fortunato leyó el comunicado de su madre intitulado de la manera siguiente: Para Fortunato, de su madre desahuciada en Venezuela. Conmovido, el veterinario compró varios boletos de avión y reservó cupos para su esposa, dos hijas y él. Advirtió, con un telegrama urgente, que viajaría a Caracas el fin de semana próximo.
Juntos, Carlos, Lucila y Enmanuel fueron al aeropuerto «Simón Bolívar» a recibir al primogénito de los Barrientos. Lentamente, encadenados, descendieron por la escalerilla del aparato volador dos (bípedas) criaturas mitad humanas seguidas por una hermosa perra: a la cual, con profundo amor, Fortunato llamó Susana.