LXXIII

El autobús

El autobús del transporte público —de la ruta Tabay-Mérida— se detuvo en la esquina de la Calle 18 con Avenida 5, para recoger a una dama embarazada.

Pero, inesperadamente, se introdujo un muchacho que sujetaba una fotografía y bolsa plástica con su mano izquierda. En su cintura se percibía el mango de un cuchillo.

Ningún puesto estaba desocupado, motivo por el cual un amable caballero se levantó del suyo y lo ofreció para la señora que —a pesar de su abultamiento de ocho meses— llevaba entre sus brazos a un bebé de un año y medio de nacido.

Excepto un pequeño grupo de liceístas, nadie hablaba en el interior del incómodo vehículo. No habían recorrido quinientos metros cuando, desencajado, el muchacho que abordó en el mismo lugar que la mujer comenzó un rápido y atropellado parlamento:

—Buenas tardes, señores y señoras —se expresaba cabizbajo y exhibía la imagen fotográfica de un anciano en silla de ruedas—. Éste —que ven ustedes— es mi abuelo. Espera —en el Hospital del Pueblo— por recursos para que le sean amputadas ambas piernas. Está a mi cuidado. No es diabético. Durante varios meses, enfurecido, me dediqué a golpeárselas con un martillo cada vez que me pedía comida. La que está a su lado, de pie, era mi madre. Luego de una discusión, la mutilé. Nadie se enteró porque nos sirvió de alimento por dos meses. No estoy en condiciones de trabajar. Escucho a la voz todo el día, esa que me incita a cometer crímenes y robos. Yo me resisto a convertirme en delincuente. Por ello, les agradeceré que me donen todo el dinero y prendas de oro o plata que lleven ustedes, buenas personas, para pagar la intervención quirúrgica al viejo. Quiero salvarlo: no tengo a nadie más a quien torturar. A cambio, les obsequiaré los caramelos de cianuro que llevo en esta bolsa.

Cuando culminó su discurso, la máquina no se movía. Levantó la mirada y comprobó que no tenía ocupantes.

—El sentimiento de pánico une a todos los seres —repetidas veces, escuchó a la voz mientras descendía por la escalerilla.

Afuera estaba su abuelo, sentado en su silla de ruedas. Tras suyo, los sesenta pasajeros que la víspera estuvieron en el autobús. Todos —hasta la embarazada y el bebé— blandían trozos de cabilla extraídos de un cercano —y en proceso de construcción— edificio. Asombrosamente, el anciano —también pertrechado— irguió su Ser Físico antes de anunciarle al nieto la sentencia. Al fondo, en un terreno baldío, un obrero uniformado cavaba —con un pequeño tractor, presuroso— una tumba.