VIII

La déspota

El joven Prince Kawa recibió, sin quejarse, un fuetazo en la espalda cuando —arrodillado— limpiaba el piso de la cocina. Virginia, su madre viuda, repetía sucesivamente la vejación y castigo contra su enclenque hijo [de catorce años].

—Mira este aceitado Rabo de Babilla —le decía al muchacho mientras se inclinaba hacia él para golpearle los pómulos y halarle los cabellos—. Ya deberías distinguirlo entre los demás látigos: el Cola de Caballo, por ejemplo, es menos macizo. Tienes que reconocer, sin verlos, los diversos foetes que empleo para templar tu personalidad.

—¿Qué más espera de mí, madre? —sin voltearse e intentando zafarse de las toscas manos de la déspota mujer, interrogó Prince—. Tenga piedad: hago lo humanamente posible para cumplir con sus órdenes.

Tenía los tobillos encadenados y las muñecas esposadas, pese a lo cual lograba acometer las tareas que le imponía su progenitora.

No podía salir de la residencia, ni siquiera al traspatio. Todo el día, permanecía desnudo y en las condiciones descriptas. A partir de las 8 p. m., le ataba las manos a los tubos del oxidado catre donde dormía y lo azotaba durante cinco minutos: hasta surcarle la piel, y renovarle los hematomas de la noche anterior.

Una mañana, con el propósito de informarse respeto a los trámites que se requerían para internar a un paciente, Virginia acudió a uno de los manicomios estatales: al Hospital Psiquiátrico «Sigmund Freud». Logró que, sin previa cita, la atendiera el Director a quien le relató —con insólito histrionismo— que su único vástago estaba demente y se había convertido en una persona peligrosa para ambos y la comunidad:

«Destruye, sin cesar, electrodomésticos y otros enseres del hogar. Prepara promontorios de mis vestidos y su propia ropa para incinerarlos, toma cuchillos y amenaza con asesinarme y suicidarse. En algunas ocasiones se ha escapado hacia la calle para intimidar, con cabillas, a los peatones y lanzar piedras contra las edificaciones…».

Le aseguró que ni siquiera podía llevarlo al consultorio de un especialista, puesto que ella era una mujer solitaria [viuda y sin familiares en la ciudad] y Prince similar a un inatrapable e hidrofóbico perro.

—Documente su historia —le sugirió el hombre—. Sólo tras sustanciar un expediente yo tendría la posibilidad de internarlo en el Psiquiátrico a mi cargo.

—¿De qué forma se sustancia una petición de confinamiento para alguien con las características que le revelé? —preguntó, intrigada.

—Un video podría ser suficiente. Filme el comportamiento desquiciado de su hijo. Luego me lo trae para someterlo a la Junta de Médicos Psiquiátricos del «Sigmund Freud». Si el análisis determina que la evidencia es buena, ordenaré la búsqueda y traslado del enfermo a este hospital.

Culminó la entrevista y Virginia no cesaba de pensar qué idearía para filmar, enloquecido, a Prince: quien jamás exhibía comportamientos criminales. Parecía un penitente sacerdote de hospicio, de esos que tuvieron por boga someterse a infinitos sufrimientos en la Edad Media.

Cuando salía del Psiquiátrico, fue interceptada y esposada por dos funcionarias de la Policía Científica Nacional [PCN]. La trasladaron a un vehículo en cuya parte trasera estaba su hijo.

Al ser introducida en la máquina de rodamiento, un Fiscal del Ministerio Público que flanqueaba a Prince le notificó sobre sus imputaciones contra ella: Tortura, Tratos Vejatorios, Inmoralidad, Sadismo y Homicidio Frustrado en perjuicio de su adolescente hijo. De un maletín enorme que portaba, extrajo varias cintas de video: rigurosamente identificadas con el año, día, hora y lugar de grabación.