LX

Patíbulo de las guillotinas

Los cuatros hombres —convictos, confesos y sentenciados— eran trasladados en un pequeño autobús de la Fuerza Revolucionaria Armada Nacional (FRAN) hacia el Patíbulo de las Guillotinas. Ahí, frente al tablado, un centenar de espectadores esperaba —impaciente— la llegada de los condenados.

Atados de manos a la espalda e intimidados por guardias que portaban fusiles, los reos subieron por una escalerilla hasta el tablado: donde, rigurosa y pulcramente vestido de negro, el verdugo del Circuito Judicial Capital (CJC) los esperaba.

Sin ser desatados, cada uno fue forzosamente arrodillado frente a una guillotina. Los funcionarios de la FRAN les colocaron y sujetaron las cabezas entre los semicirculares troqueles de una madera gruesa.

A cada cual, el verdugo preguntó cuál era su último deseo. El Código Penal Revolucionario (CPR) establecía ese beneficio en uno de sus artículos.

El Reo A dijo que anhelaba comer parrilla de mariscos (una mesera se acercó hasta donde él estaba con un exquisito plato de especies marinas).

El Reo B expresó que estaba desesperado por consumir heroína (una enfermera se presentó ante él con una inyectadora y lo drogó).

El Reo C rogó que lo besara una rubia (una periodista, blanquísima y de cabellos amarillos, acudió de prisa).

El Reo D pronunció sus ansias por vivir.

Luego de —aproximadamente— sesenta minutos, tres pesadas cuchillas segaron igual número de cabezas.

—La ignorancia del Código Penal Revolucionario no exime a ninguno de su cumplimiento —infirió el verdugo cuando ordenó la liberación del Reo D—. Y el disfrute de la Justicia es irrenunciable.

Las tres cabezas separadas de sus cuerpos abrían —tardíamente— sus bocas para lamentarse y proferir insultos a su ejecutor.