LVIII

La misa

En primera línea, siete feligresas esperaban —arrodilladas— que el sacerdote (párroco de Pueblo Confín) les suministrase la hostia para materializar la comunión con Jesús (El Crucificado).

Y apareció el cura, vestido con una sotana de seda blanquísima que tenía encajes rojos en los bordes. Llevaba, en su mano izquierda, un portaoblea púrpura. Con su diestra dibujaba en el aire cruces.

El presbítero humedeció su pulgar con el vino que —servido en una copa de oro macizo— le extendió un fornido joven auxiliar de misa. Luego procedió a colocar —ininterrumpidamente— las hostias en la puntas de las lenguas de las mujeres que, trajeadas con minifaldas y blusas escotadas, saboreaban primero el dedo del padre ante de tragarlas.

Las atractivas creyentes recibieron su oblea previamente bendecida, y el sacerdote les ordenó que se mantuvieran arrodilladas. Dejó en manos del monaguillo el plato vacío de cristal y se levantó la sotana hasta la cintura.

—En tu nombre, Dios, mediante mi falo, redimo las culpas de estas pecadoras —en tono sentencioso, pronunció—. La succión las liberará… Amén.

Antes de ser decapitadas por el auxiliar de ceremonia con una afiladísima hoz, cada dama tuvo la oportunidad de chupar durante un tiempo aproximado de treinta segundos.

La sangre de las sacrificadas fue recogida en copas de oro macizo que se desbordaban, transformándose insólitamente en exquisito vino. Después se repartió entre los fieles que, aturdidos por el excesivo licor, salieron de la iglesia.

Fuera de la Catedral, por petición del indignado párroco varios policías arrestaron a un vagabundo que —borracho— narraba a los transeúntes cómo se realizaban las ceremonias religiosas ahí.

—La Constitución Nacional ampara mi libertad de expresión —furioso y resistiéndose a ser esposado, repetía el desconocido que portaba una botella de aguardiente por documentación—. Sobrio o borracho, el Hombre no está obligado —por ninguna Divinidad— a inclinar su cerviz frente a quienes acatan o hacen cumplir las leyes. Yo soy el sendero, la verdad, la vida y el juicio… Ocurrió, de pronto, que los harapos del indigente se convirtieron en un pulcro manteo. Su inmundo rostro se limpió y su Ser Físico empezó a expeler una especie de escarcha multicolor. Silente, fue envuelto por una espesa neblina y se esfumó.