LVII

Coito intermiso

Cada vez que hacía el amor, Jericó —lo tenía por norma irrenunciable— eyaculaba fuera de la cavidad vaginal de su mujer. Enfurecida, Ninfa protestaba: el coito intermiso era frustrante para ella, la negación de la plenitud sexual. Jericó, sin embargo, sostenía que su método preservativo no era interroto: él prolongaba suficientemente su falotración, en beneficio de su ardiente compañera.

Ninfa admitía que experimentaba sucesivos orgasmos, pero magnificaba la importancia del riego espermático en el interior de su vagina.

—Me siento bien cuando eyaculo externamente —formulaba, en su defensa, el hombre—. Además, me tranquiliza estar super seguro que no te preñaré. No es tiempo para traer vástagos… Si se cree instruido e inteligente, el Ser Humano debe contribuir —irrecusablemente— con la extinción de su especie.

—Pero: tomo píldoras anticonceptivas —amargamente, replicaba Ninfa—. Es imposible que me embaraces. Quiero tu semen dentro de mi después del coito.

—Es importante la doble precaución… No soportaría el advenimiento de un hijo o hija en la situación monetaria desventajosa que padecemos. Tendremos que esperar mejores días.

Transcurrieron pocas semanas. Jericó —a quien el Estado le debía derechos laborales— cobró una nada despreciable cantidad de dinero que le permitió, repentinamente, adquirir una confortable casa y la equipó.

Además, guardó suficiente dinero para vivir holgadamente.

Ninfa recordó a su marido su promesa: apenas estuviese en condiciones para asumir el riesgo de embarazarla, eyacularía adentro. Ella le garantizó que no dejaría las pastillas anticonceptivas.

Durante su último acto sexual, poco antes de terminar, Jericó sintió que algo intentaba forzosamente salir de su falo, desde el saco testicular, por entre el orificio urinario: algo cilíndrico que lo desgarraba y provocaba un fortísimo ardor. Ninfa, feliz e indiferente al sufrimiento de su pareja, esperaba el chorro de esperma.

De pronto, el gozo que experimentaba la mujer se transformó en intenso dolor. «¡Saca tu pene!», «¡Sácalo, por favor, de prisa!» —suplicaba—. «¡Me muerde, es horrible!».

Jericó se apartó de Ninfa y comprobó que su orificio urinario se había dilatado asombrosamente, lo cual permitía que la cabeza y parte del cuerpo de una serpiente escupidora saliera del bálano.