Pelotón de fusilamientos
—Le ordeno que organice un pelotón de fusilamientos —le dijo el Presidente de la Décima República al General Manuel Montesinos Martinó—. Es hora de imponer disciplina a los ciudadanos que se oponen a mi revolución.
—Pero, señor —contradijo el militar y Ministro de la Defensa—: nuestra Constitución prohíbe la pena de muerte. Usted, ¿bromea?
—Soy el Comandante en Jefe. Cumpla con su deber. ¡Obedézcame!
—¿A quién o quiénes pretende «pasar por las armas», Señor?
—Le enviaré la lista de condenados esta noche. Quiero que esta madrugada comiencen las ejecuciones. ¡Retírese!
El oficial se levantó de la butaca donde —perplejo— permaneció unos minutos adicionales. Abruptamente, desprendió las charreteras de su uniforme y las puso encima del escritorio del Jefe de Estado. Tomó un papel en blanco y redactó, con su tensa mano derecha, la renuncia al cargo. Pidió —además— su pase a retiro. Al estilo marcial, presuroso e indignado, dio media vuelta y salió del Despacho Presidencial.
Fuera del Palacio de Gobierno Nacional, le comunicó a sus seis escoltas que ya no era Ministro de la Defensa. Tampoco deseaba que lo condujeran a su residencia en el vehículo de la institución que tenía asignado. Se iría en taxi. Asombrados, los reclutas lo vieron partir sin formularle preguntas.
Respetuosamente, los subalternos se llevaron las manos al sus sienes e hicieron sonar sus botas.
—¡Lo admiramos, General! —al unísono, vociferaron.
La mañana siguiente, muy temprano, siguiendo instrucciones de alguien cuyo nombre no revelaron, quienes antes salvaguardaban su vida lo buscaron y detuvieron.
Lo golpearon con las cachas de sus fusiles porque el General se resistió al arresto y posterior traslado a la Plaza de Celebraciones y Eventos Castrenses. Llamaba la atención el conductor del lujoso vehículo de la Dirección de Inteligencia Militar (DIM), en el cual era —de prisa— transportado. Pese estar vestido con uniforme verdeoliva, usaba barba y cabello largo (inusual en los militares, de alto o bajo rango). Decía, sonriente, que los fusilamientos iniciaron durante la madrugada.
Al ex Ministro de la Defensa ni siquiera le permitieron que se quitara la pijama y vistiera su hermoso traje militar. Lo sometieron e ingresaron al automóvil descalzo y esposado.
Cuando se aproximaban a la Plaza de Celebraciones y Eventos Castrenses, convertida en un enorme paredón y depósito transitorio de cadáveres (más de ochocientos), Manuel Montesinos Martinó comprobó que las detonaciones no cesaban ni un minuto. Pese a lo cual, se mantuvo en silencio. Lo bajaron y, sin quitarle las esposas, lo desplazaron hacia la zona de espera: frente al paredón en semicírculo demarcado con una cinta roja.
Sorpresivamente, a empujones, desnudo y con marcas físicas de torturas, dos coroneles trajeron al Presidente de la República. Uno lo aporreaba con una pistola mientras el otro lo ataba, con alambre de púas, a una gruesa estaca clavada en el centro del patio del improvisado paredón. Los mismos oficiales se dirigieron al lugar donde estaba el General Montesinos Martinó. Autoritariamente, desarmaron a los soldados que lo flanqueaban. Desposaron al General y le extendieron una pistola con la cual, rápido, disparó a quemarropa contra los reclutas que lo habían sometido y maltratado.
Luego, los oficiales saludaron —en riguroso estilo marcial— al General y le pidieron que dirigiera el próximo fusilamiento.