El enfermo del Mal de Parkinson
Yamile se levantó ansiosa. Quería hacer el amor y no tenía esposo ni amante. Cuando le sobrevenían las ganas, siempre incontenibles, salía a la calle y se apostaba en el Café París (situado a poca distancia de su residencia).
Hacía frío, pero a ella no le importó vestirse con una cortísima y de seda falda que le quedaba demasiado ajustada al cuerpo.
Llegó al boulevar donde estaba instalado el cafetín y se acomodó en una de las butacas (la mesa tenía una enorme sombrilla). Pidió chocolate caliente.
Pronto se le aproximó un individuo tembloroso, que caminaba apoyado en dos bastones:
—¿Puedo sentarme a su lado, señorita? —la emplazó—. No me gusta tomar café solo. Estoy triste.
Era flaco, pero musculoso; buen mozo, manos grandes, tez blanca, abundante mostacho rojizo.
—Siéntate —le respondió Yamile—. Me dará gusto tu compañía…
—Gracias. Estaba seguro que no me rechazaría y, por eso, sugerí que me trajesen el café a su mesa. Anhelaba estar cerca de una hermosa mujer.
—De veras, ¿te parezco atractiva?
—Extremadamente…
No esperaron que el mesonero apareciese con las bebidas que pidieron. La chica se levantó para subirse la faldita, inclinarse hacia delante y adherir sus manos a la superficie rugosa de la mesa. Él soltó sus bastones, se bajó el cierre del pantalón y sacó su extra largo y grueso pene (que ya lucía impresionantemente erguido). Dejaron de temblarle las manos, brazos y piernas cuando la sujetó por las nalgas para falotrarla.
Escandalizados, los demás clientes solicitaron la presencia de un policía para que los detuviese por el delito de inmoralidad pública. Muy cerca estaba el Palacio de Gobierno, siempre resguardado por gendarmes. El mesonero fue a buscar uno, pero vinieron tres. Pronto estuvieron frente a la pareja que, indiferente a las demás personas, todavía copulaba.
El coito emocionó tanto al bigotudo que comenzó lesionarle las nalgas a Yamile, hasta lograr que sintiera pánico y rogase el auxilio de los oficiales de la policía que —absortos— veían la acción. Por fin los uniformados intervinieron, separaron con brusquedad a la chica mientras el infractor los agredía con sus brazos, manos y piernas que deslizaba rápido de un extremo a otro, similar a un experto en artes marciales. Los resguardaleyes lo apuntaban con sus armas.
—¡No le disparen a ese infortunado muchacho! —gritó un elegante sujeto que, más tarde, se supo era un juez del circuito capital habituado a tomar café ahí—. Padece el «Mal de Parkinson…». No tiene voluntad sobre su Ser Físico.
No terminó de hablar cuando el joven aumentó la fuerza y velocidad de sus movimientos, sin dejar de darle puñetazos y codazos a los policías que trataban de someterlo.
—No lo toquen, sufre el «Mal de Parkinson» —repetía el magistrado al tiempo que el hombre, durante su fuga, lanzaba golpes a todas las personas que se atravesaban en su camino.