El niño Dios
Cuando buscaban botellas y latas vacías entre los desperdicios constantes de la Ciudad de las Celebraciones Perpetuas, dos jóvenes indigentes se toparon con un bienvestido infante: de traje negro, zapatos blancos, sombrero y corbata rojos que los señalaba con un bastón púrpura.
—Les haré una proposición a cada cual —dijo el pequeño muchacho, mientras se quitaba el sombrero—. A ti, el de cabello encrespado y tez blanca, te ofrezco cinco minutos de un estilo de vida opulenta o pasar el resto de tu existencia disfrutando de una enorme fortuna si esperas diez años…
El recogelatas de tez blanca miró a su camarada, emocionado. ¿Qué decido? —le preguntó—. Quiero tener todas las cosas, aun cuando sea durante cinco minutos. Será —ese niño— un mago.
—Soy Dios y vine a materializarles un deseo —esclareció el pulcro chico, que prosiguió con sus ofrecimientos—. A ti, mulato, te concederé diez años de riqueza a partir de ahora o cinco minutos de vida infernal posterior al cumplimiento de ese tiempo.
Ofuscado, el joven de piel oscura abrazó a su amigo de penurias. Ocurrió luego que, para demostrarles que si era Dios, el niño movió su bastón e hizo que apareciera una mesita de luz encima de la cual yacía una pistola de aspecto muy real.
—De la Nada puedo lograr que surja cualquier cosa, desde un arma hasta un vehículo: desde un banquete hasta un mar, desde un lugar paradisíaco hasta un averno como el peor que jamás hayan ustedes imaginado.
Los vagabundos se alejaron un poco para confidenciar y tomar una decisión colectiva.
Se acercaron de nuevo al niño. El mulato tomó la pistola y le disparó más de diez veces, hasta abatirlo.
Ante numerosos testigos, minutos después ambos fueron sometidos por funcionarios policiales que patrullaban la zona. Les anunciaron que los detenían, en nombre de la Ley, por haber cometido infanticidio y los trasladaron hacia la comandancia.
Pronto llegó una furgoneta forense, de cuyo interior descendieron hombres vestidos de negro con placas policíacas. Tomaron fotografías y registros fílmicos. Levantaron el ensangrentado cadáver y se lo llevaron rápidamente.
Poco antes de arribar a la comandancia general, los arrestados confesaron no estar arrepentidos de haber cometido infanticidio.
—Ese chico era Lucifer —afirmaba el mulato, nervioso.
Pero sus custodias no les hablaban. Detuvieron el automóvil frente al establecimiento judicial y los bajaron. Al entrar, todavía esposados, fueron llevados frente al Jefe Supremo: un niño de traje negro, zapatos blancos, sombrero y corbata rojos, que portaba un bastón púrpura.