El sobreviviente
Ulterior a una relación casual e incestuosa con su hermano, Anakarina quedó embarazada.
Para no incriminarlo, nada dijo a sus padres. A los ocho meses, sintió un agudo dolor abdominal.
Fue llevada a un centro de atención médica y le practicaron exámenes sanguíneos, de heces fecales, tensión arterial y le hicieron registros fílmicos del interior de la placenta.
Pronto los especialistas en obstetricia le comunicaron a sus progenitores que debían extraerle las criaturas (eran dos).
La intervención quirúrgica fue exitosa. Pero, los fetos dejaron perplejos a los especialistas. Fallecieron a causa de los múltiples puñetazos que ambos se propinaron.
En la clínica, la Junta Médica Mayor decidió mantenerse hermética y evitar cualquier revelación periodística del suceso. Una noticia como esa podía ahuyentar a potenciales y supersticiosos clientes.
Transcurrieron dos años antes de que fuese de nuevo embarazada, esta vez de su abuelo. Similar a la primera ocasión, rehusó revelar el nombre del preñador. Si lo hacía, sería implacablemente acusada de sadismo por haber tenido relaciones con una persona ciega y octogenaria.
Después de siete meses, adolorida y hemorrágica, acudió a la misma clínica y buscó a los obstetras que le trataron el primer y frustrado parto.
Los doctores le ordenaron un filmoregistro y comprobaron que tenía seis fetos muy bien desarrollados, los cuales se disputaban a golpes el espacio. Portaban, inexplicablemente, filosas y diminutas dagas. La Junta Médica Mayor dispuso que fuesen sacados rápidamente.
Ya afuera, agonizaban. Lucían profundas heridas en el tórax, brazos, cuello, estómago y rostro. Desangrados, no resistieron su extracción prematura ni la pérdida de hemoglobina. En esa eventualidad, igual la Superintendencia hospitalaria aumentó su hermetismo. Excepto a la familia de Anakarina, no informaron a nadie más. Y les exigieron a los bien pagados cirujanos y personal paramédico no hablar interna o externamente respecto a lo ocurrido. Además, resolvieron que la chica no sería atendida nunca más en ese prestigioso lugar.
A los cuatro meses, Anakarina conoció a un joven bachiller que se obsesionaría por ella. Casaron y fijaron residencia en otro país, muy lejos, para olvidar las cosas horrendas que ella experimentó.
Al cabo de veinte años, la pareja, doctorada en ingeniería de sistemas y que llevaba una existencia apacible y próspera (sin hijos), recibió un e-mail de la envejecida madre de Anakarina. Preocupada, la señora les contó —al fin— que un sobreviviente de los séxtuples había escapado del psiquiátrico donde permaneció recluido desde la pubertad. Ellos restaron importancia a la advertencia y prosiguieron su tranquila existencia.
Luego de pocos días, los noticieros de la televisión informaron —profusamente— sobre el hallazgo de dos cuerpos (el de un hombre y una mujer) mutilados por un asesino del cual se desconocían sus características personales.