XLVII

Los ruegos de Lunanueva

Cansada de la gente que le circundaba (familiares y amigos), Lunanueva optó por encerrarse indefinidamente en su habitación: recámara equipada con una pequeña nevera, pantalla perceptora de programación interestelar, un acumulador de energía solar que le servía de calentador ambiental y enfriador para los días de intenso verano (exento de circuitos electrónicos, de secreta formulación).

Tenía un moderno excusado, ducha y jabón líquido de procedencia extraterrestre.

Igual un condensador de agua atmosférica, y un procesador de microorganismos altamente nutritivos.

Lunanueva solía admitir su ateísmo, porque «nadie que experimentase vivir durante el Siglo XXI podría creer en el reino de un Ser Supremo e Inmaterial». Sin embargo, meses posteriores a su encierro voluntario, fue presa de fortísimas depresiones que la impulsaron a rogar el auxilio de Dios: ese por el cual abogó Jesucristo, hijo predilecto del Padre Todopoderoso de cuanto existe en el Universo.

—Dios creador —arrodillada en un rincón del espacioso cuarto y frente a un espejo grande, imploró—. Dame la dicha de no tener que comunicarme y que no se comuniquen conmigo quienes me rodean.

Repitió el ruego semana tras semana, hasta cuando cumplió seis meses de voluntario confinamiento. No oyó más las voces de sus familiares, que cesaron de pedirle suspendiera el retiro que se había impuesto. Pensó que Dios pudo escuchar y satisfacer su anhelo.

Transcurridas diecisiete semanas de ocultamiento, salió de la habitación. Afuera, en los corredores y recintos de la enorme residencia, todavía transitaban sus numerosos hermanos y hermanas con sus respectivas parejas: sus ancianos padres, sus tíos, tías, sus sobrinos y sobrinas, sus temblorosos abuelos y abuelas. Empero, ninguno la veía, escuchaba o palpaba. Ella los percibía, pero tampoco podía tocarlos u oír cuanto platicaban.