XLVI

La casa nº 500

Al verla caminar frente a su residencia, un no identificado hombre le gritó —sucesivas veces— que ella «era una loca, sucia y prostituta más». La dama se detuvo, indignada, y le exigió que la respetara. Pero, el tipejo prosiguió calificándola como desquiciada. Explayaba sus ojos y reía sin cesar.

Cerca había una Prefectura Civil. La señora decidió acudir al lugar, para denunciar la actitud hostil y vulgar del individuo apostado en la casa nº 500. Fue recibida por un policía que —igual— reía sin parar. Condujo a la ciudadana ante el prefecto que también era presa de las carcajadas.

—Un sujeto vociferó —repetidamente— que soy una loca, sucia y prostituta mujer —le dijo al representante de la autoridad—. Vive en la casa nº 500. ¿Lo arrestará?

El Prefecto continuaba riéndose.

—Vaya a la Fiscalía del Ministerio Público, señora —infirió.

Enfurecida, la mujer salió del sitio y caminó hacia la Fiscalía (nada lejos de ahí). Allá los funcionarios, perturbados por la risa, la atropellaban con sus cuerpos. Le sugirieron que abandonase ese territorio. Aterrorizada, regresó a su vivienda y advirtió a sus dos hijas que se irían de la ciudad:

—Algo extraño sucede aquí —nerviosa, afirmaba.

—¿No esperaremos a papá? —interrogó una de las muchachas.

—Le dejaremos una nota —dispuso la madre.

Emprendieron la huida en la máquina de rodamiento de una de las chicas. La frontera estaba a escasos dos kilómetros de distancia. Pronto, llegaron y leyeron lo siguiente en una enorme valla publicitaria: Demarcación territorial del Manicomio «Bello Campo».

En la casilla de inspección y requisa, un militar les pidió las boletas que oficialmente expedían los psiquiatras del Manicomio «Bello Campo».

—Si no tienen los permisos, no podrán salir —recio, las emplazaron y apuntaron con sus armas de guerra.

La explícita intimidación las obligó a retroceder a gran velocidad. Cuando retornaron, su hija mayor se estacionó en el garaje de la casa nº 500: donde varios enfermeros, custodiados por feroces caninos, las esperaban con chalecos de fuerza. Debían inyectarles su medicación rutinaria. Ya habían sometido al esposo y padre, al cual mantenían acostado en una camilla.