XLV

El Supremo de Imperio

A partir del día 13 de Abril del Año 2004, se le confirió la atribución de decidir sobre la vida y la muerte de numerosos habitantes del planeta. Fue constitucionalmente elegido Supremo de Imperio, el más importante cargo público de la Tierra. Tenía cincuenta y dos años, no padecía trastornos físicos ni mentales. Durante su existencia, no tuvo propensión al dispendio: a cometer acciones bárbaras o corruptas.

Lo llevaron al refugio subterráneo y antinuclear donde —se presumía— debía permanecer gran parte de su tiempo. Lo instalaron en una butaca con puntos digitales de control, frente a la cual una gran pantalla le mostraba todo cuanto sucedía en el denominado mundo. El acceso al sistema se activaba con su voz, previa y oficialmente registrada.

Cuando lo dejaron solo en esa espaciosa oficina, experimentó la inmensa responsabilidad de un Supremo de Imperio. Como era discípulo de quien lo había precedido en el cargo, recordó una de sus advertencias de maestro: «Nunca creas, ingenuamente, que el Poder que te será otorgado te hará menos falible. No presumas que es tan grande que nada lo supere o anule».

Tenía autoridad sobre la vida y la muerte. De hecho y jurídicamente. A cada instante, en el monitor aparecían los blancos potenciales, los supuestos rivales o enemigos de la desarrolladísima república que ahora presidía. Nadie podía decidir por él o impedir que se materializaran sus antojos. Inclinó su cabeza hacia atrás, sus facciones endurecieron y su mirada lució criminal.

En la butaca, cada punto luminoso y de colores distintos era una orden satelital de disparo de un específico proyectil nuclear. Pensó que su maestro se había equivocado al infundirle ciertos temores relacionados con las desviaciones morales de un Supremo de Imperio: aun cuando todavía admitía que era un mortal, mientras respirase disfrutaría de su condición de todopoderoso. Inclusive, ese primer día pensó que se perpetuaría en el cargo. Ninguna persona, investida o no de autoridad, lo emplazaría jamás a entregar el mando.

Cada nación del planeta apareció en la pantalla, identificada con un punto de color diferente. Amplificó —selectivamente— la imagen de varias. Captó el desplazamiento de los peatones, vehículos y animales por sus calles. Sintió inconmensurable placer al imaginarlos estallar —masivamente— tras el impacto de un misil atómico.

Puso los dedos indice de sus manos encima de los puntos digitales, con el alevoso propósito de activar un par de proyectiles contra dos países cuyos regímenes de gobierno detestaba. Empero, las imágenes de las poblaciones fueron sustituidas por la suya: sentado en la butaca de mando, en ese recinto más parecido a una cápsula blindada que a un despacho institucional.

El Comité de ex Supremos de Imperio observó la implosión del despacho presidencial. Luego de tomar ritualmemente de una pócima secreta, los miembros se dieron la tarea de examinar las credenciales de una docena de nuevas postulaciones. Alguien debía asumir, pronto, la máxima responsabilidad de la república.