XLI

El Jefatural «Indiscutible»

Muy temprano (a las 7:30 a. m., aproximadamente), esa mañana el Presidente de la República leía el diario Sin Censura sentado en la retrete de su despacho del Palacio de Miramontaña. Cuatro severas arrugas estigmatizaban su rostro.

Había convocado a sus ministros para discutir con ellos en cuáles áreas debía invertirse un excedente que, de próceres impresos norteamericanos, obtuvo el Fisco Nacional gracias al súbito aumento de las exportaciones de los barriles de petróleo que producía el país.

Su edecana favorita era una Coronela muy hermosa y eficiente. Cuando los ministros llegaron en tropel, se acomodaron en sus lujosas y enumeradas sillas: rigurosamente lustradas y colocadas en semicírculo, frente a la pieza sanitaria donde El «Dignatario» expelía —ruidosamente— sus excrementos.

—En nombre de todos, «Señor Comandante», le deseo que tenga un magnífico día —temeroso e inclinando su cerviz, infirió el Ministro de la «Defensa Estatal».

El mandatario lo escrutó fijamente durante varios segundos y luego giró su cabeza para mirar a su «edecana», que portaba una livianísima y moderna ametralladora marca El Chacal. Se observaron sin gesticular ni intercambiar palabras. De pronto, la fascinante mujer ejecutó un paso en dirección al Norte. Llevó su mano derecha a la altura de su cabeza antes de proferir, en alta voz, la frase que registro:

—¡Permiso para retirarme, Comandante!

El Jefatural «Indiscutible» no le (dio parque) correspondió abiertamente e hizo un casi imperceptible movimiento con su índice izquierdo. La oficiala zapateó, giró cincuenta grados su cuerpo a la izquierda y marchó hacia la salida.

—Hoy desayuné —antes del alba— un trozo de marrano, huevos fritos, caraotas, arroz, pan tostado con mantequilla y me bebí un vaso de jugo de mango —le confesó a su equipo ejecutivo de gobierno—. Estoy molesto porque en este periódico me describen como a un megalomaníaco, acomplejado, corrompido y despótico militar.

Los integrantes del Poder Ejecutivo olfateaban un fortísimo hedor, pero no podían moverse del lugar: ni formular reclamos, o ausentarte, por cuanto se trataba de una reunión de «Consejo de Ministros» con el máximo jerarca de la Administración Pública.

«Joseph, escúchame» —continuó su parlamento el Presidente y señaló al Ministro de la Secretaría de Gobierno e Información—:

»—En un autobús de la Fuerza Armada Nacional (FAN), irás con no menos de diez funcionarios de la Dirección de Inteligencia Militar (DIM) a la sede de Sin Censura, arrestas a todos los trabajadores (especialmente al Director del diario) y los trasladas al Hospicio de Contrarrevolucionarios».

Después, El («Indiscutible») Dignatario se levantó de la pocilga y estrechó la mano del Ministro de la «Sanidad Estatal» para ordenarle:

—Darío, mi fiel amigo: tienes la misión de segarle los testículos y las lenguas a todos los empleados de Sin Censura. Comenzarás por capar al Director.

»A las mujeres se las ofreces, desnudas, a los reos del Hospicio para Delincuentes Comunes. Ninguno se quedará sin admitir que mi gestión gubernamental respeta la “Libertad de Opinión”, consagrada en la Constitución “Humanística” de la República Soberana y Revolucionaria».

El Ministro de la «Justicia Estatal» extrajo un pañuelo de su saco azul de lana y, antes de que el Presidente retornase su trasero al excusado, rápidamente limpió las partículas de excrementos diseminadas por la superficie del retrete y la cerámica del piso.

Transcurría el primer mes de Gobierno «Revolucionario» y el pueblo esperaba, ansioso, los decretos presidenciales mediante los cuales se transformaría, pacíficamente, el país. Por ello, El «Dignatario» de Petrópolis esperaba la transcripción de los edictos que le traería la edecana. Era necesario apresurar los cambios. La chica de las charreteras y condecoraciones «revolucionarias» regresó al despacho con una carpeta bajo su brazo izquierdo. Repitió el ritual de saludar al «Comandante Jefe» —quien permanecía encima del evacuatorio— y pedirle permiso, en esa ocasión para entregarle los folios. El Presidente se pasó varias veces los dedos pulgar, índice y medio derechos por el ano y estampó sus huellas digitales en cada uno de los decretos.

Se levantó del retrete y la edecana le practicó la ablución con la ducha vaginal anexa al sanitario. Lo secó con una toalla blanca marca Soberanía. Inmediatamente, el «Primer Mandatario» examinó el paño para comprobar que su adjunta militar lo aseó bien. Ulterior a lo cual ordenó que viniera la cocinera del Palacio con una cuchara sopera. Rápido, Rubia, quien era experta en la preparación de salcochos, fue traída en brazos por dos soldados.

—Estás demasiado obesa —le dijo el Presidente—. Sin embargo, no te sustituiré nunca…

El «Comandante Jefe» se aproximó a ella y le besó la boca. Luego le acarició los cabellos y le apretó, lujurioso, los senos.

—Gracias por sus palabras, mi venerado amo y señor del la República «Revolucionaria» —emocionada y con lágrimas en los ojos, habló la cocinera—. ¿Por qué ordenó que me trajeran aquí?

Los reclutas bajaron a la gorda y la colocaron al lado del excretor que expelía los humores del estiércol del «animal racional» elegido por la mayoría de los votantes del país.

—Con la cuchara sopera, servirás mis excrementos a los ministros en sus manos. De ese modo, los que conforman el Poder Ejecutivo demostrarán su lealtad a mi proyecto revolucionario.

Fuera del Palacio, el pueblo exigía al «Primer Magistrado» que saliera al Balcón Presidencial para ovacionarlo. Afortunadamente, el «Comandante Jefe» tenía diarrea.

Multiplicó sus evacuaciones antes de complacer al vulgo, porque quería que Rubia también le sirviera del caldo presidencial.

Fue inenarrable la felicidad experimentada por el pueblo cuando ingirió el caldo de las entrañas del poder. El «Dignatario» de la República «Revolucionaria» gobernó durante toda su vida y, similar al Mesías, siempre multiplicó su materia fecal para mantener bien alimentado a sus seguidores.