El Potro, la Mesa Infinita y El Jinete
En la Pradera Perpetua, un potro montaraz trota y el polvo se levanta su paso. Una luz que no produce calor inunda las rojizas montañas, el firmamento y los sueños de un jinete desconocido que espera [en otra realidad] la llegada del animal.
El ocaso sobreviene en la ruta que conduce a La Vida y el cuadrúpedo, en un instante de vacío, penetra la Existencia.
Se detiene en el umbral de una cervecería: relincha, salta de pronto, y los ebrios voltean para verlo a través de la puerta de vidrio.
—Hermoso caballo —dijo Armando, uno de los bebedores—. ¿Qué buscará?
—Un jinete —respondió Octavio, quien lo acompañaba, y sorbió de su vaso de licor.
Se olvidaron del solípedo y miraron hacia la mesa que ocupaban unos amigos de Octavio: Jesús, Juan y Gabriel.
—Vamos allá. Quiero saludarlpos —se encaprichó Octavio—. Hacía mucho tiempo que no los veía: cuatro años, quizá.
—No hay cupo en ese lugar para nosotros, primo —impugnó Armando.
—Acaso, ¿ignoras que todas las mesas son infinitas?
En ese momento el mesonero trajo dos cervezas y una cajetilla de cigarrillos. La totalidad de las mesas estaban ocupadas. Se oía un raro murmullo. Ebroas voces, al unísono. Octavio levantó su jarra de cerveza, sonrió y pronunció:
—Iremos…
Mientras se dirigía al sitio, Armando caminaba rumbo a la caja registradora.
—Nos mudamos a otra mesa, aquélla —le advirtió al empleado.
—De acuerdo, Señor —replicó el joven—. Pero: antes tiene que pagar la cuenta de la que ocupaba.
Armando pagó, le dio la espalda al muchacho y fue al encuentro de sus los amigos de su pariente. Octavio ya se había instalado y platicaba con Jesús.
—Siéntate a mi lado —sugirió Juan a Armando.
—Los saludo —vociferó el recienllegado.
Juan, a quien llamaban filosofastro, discernía sobre las contradicciones de los italianos. Según él, esa península está poblada por los hombres más absurdos del mundo porque —pese al yugo invulnerable de un Papa— se han adherido a la Doctrina Comunista.
Otras personas llegaron y no tardaron en sentarse. Octavio interrumpió a Juan y sentenció:
—Afuera, un caballo espera un jinete para él desconocido. En otros tiempos, tuvo mayor sentido ese comortamiento. Numerosos cabalgadores los buscaban y atrapaban, cruelmente, cuando ellos, felices, gozaban de la condición irracional. Hoy hasta los leones anhelan que se les capture.
Más personas irrumpían a la mesa y se sentaban. Cada minuto surgían veinte, sonrientes, y luego del saludo imponían un nuevo tema de conversación.
Dos horas después las voces y los discursos se entrecruzaban. Sobre la mesa yacían dosmil cuatrocientas y cinco jarras llenas. El mamífero, cada media hora, relinchaba e, impaciente, brincaba. Alguien, cuyo nombre no recuerdo, preguntó: ¿Qué es la muerte?
Abruptamente, todos callaron. Sólo se escuchaban los chillidos del animal.
—¿Cuál, entre nosotros, es el jinete? —indagó Octavio.
Presa del estupor, cada uno desenfundó su machete colocándolo —sin soltarlo— en la Mesa Infinita. Sus rostros palidecieron. La luz apagó. Quince minutos más tarde retornó e iluminó a más de tresmil cuerpos sin cabezas. El caballo había partido, a la velocidad del sonido, y sobre su lomo un jinete vestido de blanco brillaba.
—¿Quién es? —curioseó un transeúnte.
—El Verdugo de «Otro Mundo» —aseveró otro.