XXXV

Marihuana

—Mi amigo experimenta una transformación demoníaca mientras aquellos se aturden las mentes con drogas y música —se quejó la BB—. Gozan y enloquecen. ¿Nos llevará al hospital o centro de atención médica?

—No llevaré a este imbécil a ninguna parte, Señorita —respondió el propietario del autobús—. No es culpa suya que se haya transformado en lo que, sin dudas, siempre fue: un monstruo.

—Es un Ser Humano… Apiádase…

—Lo siento: si fuese usted la persona afectada, yo, sin meditarlo, la habría ayudado. Déjelo en esta playa y retorne a su casa. No es sino un «cangrejo», y debe estar entre su especie.

Daath, que enterraba y desenterraba sus pinzas, rehusaba aceptar su transformación y se negaba a caminar. Se tranquilizó cuando la chica le prodigó abrumadoras caricias. Se sentía muy indignada. Pero el chofer, contrario a ella, se quitó las ropas y fornicó en la orilla con una de las pasajeras. Sin expresar ningún escrúpulo o vergüenza, absolutamente desinhibido como los demás que igual se apareaban eufóricos.

Montaraz y Sefirá permanecían juntos, consolándose, mientras ninguno de los intrusos interrumpía su dionisíaco griterío. Sin embargo, dos horas después les sobrevino el hambre. Dopados, tuvieron la ocurrencia de encender una fogata para cocer a Daath y comérselo. A la BB, que no se apartaba del amigo, le consternó las intenciones de los desalmados: si intentaban ejecutar lo que se proponían, ella no tenía fortaleza física para enfrentárseles.

Los bañistas se repartieron las tareas. Unos fueron por leña y otros al autobús a traer una olla grande que una pasajera compró en la ciudad, para la preparación de sopas a los comensales de su pequeña posada. Pero Montaraz le pidió a Sefirá que se encaramara sobre su caparazón y comenzó a desplazarse, velozmente, hasta perderse de vista.