El cangrejo
Encima de la caliente arena, Daath Montaraz no hacía otra cosa que examinarse las pinzas. Sefirá BB estaba frente a él, desnuda, con una crisis de pánico, sin saber cómo auxiliarlo. Buscó el audifonovocal móvil del desconocido y comprobó que no funcionaba.
—No sé qué puedo hacer por usted, señor —ofuscada, infería—. ¿Qué le sucedió? ¿Cómo se ha transformado?
—Vístase, damita linda —le ordenó Montaraz—. Me llevarás a un hospital.
—Su celular está descargado. No puedo pedir ayuda telefónicamente. Además, nadaba cuando perdí mi blusa y pantaleta en el mar.
—Póngase mi pantalón y mi camisa. Ahora soy un decápodo gigante y no me servirán. Detenga la primera máquina de rodamiento que transite por la autopista y lléveme hasta un centro de atención médica.
BB fue hacia la Intercomunal Laruedan «Malkuth», en cuyo hombrillo, con señales de socorro, intentaba parar cualquier automóvil. Exasperada, cruzaba sus brazos y pedía —a gritos— que la auxiliaran. Nadie lo hacía cuando, inesperadamente, divisó un autobús con el nombre de Muladhara Chakra [tenía impreso el nombre que lo identificaba en la parte superior del parabrisas]. Tuvo suerte. Logró que se estacionara.
El chofer descendió. Se acercó a ella e inquirió:
—¿Tiene algún problema, Señorita? ¿Intentó violarla ese payaso?
—No, ni lo piense, Señor, no —corrigió Sefirá—. Ha sufrido una metamorfosis. Lo vi convertirse en un enorme cangrejo. Ayúdeme a trasladarlo a un hospital o centro de atención médica.
El conductor soltó una carcajada. Le importaba un bledo que el incidente, pero la curiosidad lo impulsó a ir donde se hallaba el metamorfo. Lo consiguieron calmado, resignado, clavando sus pinzas en la arena.
Intrigados, los ensuciapuestos del Muladhara Chakra se bajaron y corrieron hacia la playa para averiguar qué había acontecido. Eran, aproximadamente, sesenta personas [más de la mitad, mujeres]. No necesitaron formular preguntas para enterarse de los hechos.
—¿Por qué han abandonado mi vehículo? —irritado, los espetó el chofer—. Regresen allá. La Señorita y yo resolveremos este asunto.
Presas de la risa, todos se desnudaron y se zumbaron al mar. La mayoría venía de una celebración política, porque llevaban franelas alusivas a un reelecto Presidente de Ciudad Tiferet. Los rayos del sol hacían brillas las infinitesimales partículas que conformaban la arena de playa y los desperdicios de metal que los bañistas tiraron junto a sus ropas. Un desconocido, que tenía un portátil equipo de sonido, activó música a máximo volumen.
Varias parejas bailaban y otros nadaban, alegres. Aquello se convirtió en una espectacular fiesta. Hasta blandían abundantes botellas de Heroica y tabacos de marihuana.
—Mi amigo experimenta una transformación demoníaca mientras aquellos se aturden las mentes con drogas y música —se quejó la BB—. Gozan y enloquecen. ¿Nos llevará al hospital o centro de atención médica?
—No llevaré a este imbécil a ninguna parte, Señorita —respondió el propietario del autobús—. No es culpa suya que se haya transformado en lo que, sin dudas, siempre fue: un monstruo.
—Es un ser humano… Apiádese…
—Lo siento: si fuese usted la persona afectada, yo, sin meditarlo, la habría ayudado. Déjelo en esta playa y retorne a su casa. No es sino un «cangrejo», y debe estar entre su especie.
Daath, que enterraba y desenterraba sus pinzas, rehusaba aceptar su transformación y se negaba a caminar. Se tranquilizó cuando la chica le prodigó abrumadoras caricias. Se sentía muy indignada. Pero el chofer, contrario a ella, se quitó las ropas y fornicó en la orilla con una de las pasajeras. Sin expresar ningún escrúpulo o vergüenza, absolutamente desinhibido como los demás que igual se apareaban eufóricos.
Montaraz y Sefirá permanecían juntos, consolándose, mientras ninguno de los intrusos interrumpía su dionisíaco griterío. Sin embargo, dos horas después les sobrevino el hambre. Dopados, tuvieron la ocurrencia de encender una fogata para cocer a Daath y comérselo. A la BB, que no se apartaba del amigo, le consternó las intenciones de los desalmados: si intentaban ejecutar lo que se proponían, ella no tenía fortaleza física para enfrentárseles.
Los bañistas se repartieron las tareas. Unos fueron por leña y otros al autobús a traer una olla grande que una pasajera compró en la ciudad, para la preparación de sopas a los comensales de su pequeña posada. Pero Montaraz le pidió a Sefirá que se encaramara sobre su caparazón y comenzó a desplazarse, velozmente, hasta perderse de vista.