XXVIII

Mi machete no perdona

Pieslargo Casalta apuntaba con un machete la cabeza de un rubio joven que, minutos antes, pretendió arrebatarle una computadora portátil bajo amenaza de cuchillo a la entrada del edificio donde ocupaba un apartamento. Había llevado oculta el arma bajo su axila izquierda, envuelta en un periódico que recién compró en un quiosco.

Arrodillado, el frustrado forajido suplicaba a Casalta que no lo hiriera o asesinara con el machete.

—Mi nombre es Juan Santiago. Vivo en aquella humilde casucha de bahareque, color azul, que puede percibirse en lo alto de esa montaña. No tengo trabajo, ni dinero, pero si tres hijos a quienes alimentar —musitó, aterrado, el frustrado atacante—. Ninguna rencilla personal contra usted guardo. No lo conozco, ni usted a mi. Perdóneme, me desespera que mis tres muchachos estén enfermos y desnutridos… Atraco impulsado por una «obligación paternal suprema». Lo que a usted sobra a mi familia salvaría.

—Una de tus mitades adornará mi residencia y la otra saciará el hambre de tus vástagos, miserable, porque mi machete no perdona y tiene urgencia de probarme que es imprescindible en mi vida —le notificó Pieslargo—. Así como admito por lícita tu prisa para hacerme entender que te mueven razones de «fuerza mayor», entiende los motivos por los cuales apuro que hoy tu mujer y descendientes se alimenten…

La mañana de ese domingo nadie, excepto una señora y tres nerviosos infantes que esperaban en una de las esquina, presenciaron la diestra ejecución del atracador.