Desacato
El Presidente Eurípides Lorenzo firmó y selló la orden de su propia ejecución, la cual debía realizarse en el «Patio Verde» del Palacio de Gobierno.
Para llamar a su Edecán Principal, apretó uno de los minúsculos puntos del Teclado Digital de Control Maestro que tenía en el escritorio. Un minuto después, se presentó el Coronel Estacio Dupuy.
El uniformado recibió la misiva:
—Infórmele a los ministros respecto al contenido de ese documento, Edecán —fue la única frase que pronunció el General Lorenzo.
Nervioso, el subalterno salió de la oficina con el texto. Cerró, cuidadoso, la puerta. Caminó, marcialmente, y se detuvo a tres metros de distancia del Despacho Presidencial para leerlo. Palideció.
Rápido, se dirigió hacia la Sala de Reuniones Ejecutivas: ahí, diez ministros esperaban que el General Eurípides Lorenzo se incorporara a la Junta Semanal. Pero, el Presidente no se apersonó. En su lugar, llegó Estacio Dupuy: tomó asiento y le pasó la carta al Ministro de la Justicia, quien, rápido, se la dio a otro de sus colegas. Cada uno de los miembros del Poder Ejecutivo la tuvo en sus manos, pero nadie se atrevía a comentar lo que enunciaba. Sabían que los edictos que promulgaba el Jefe de Estado eran «irrecusables» y de inmediato cumplimiento.
Visto que transcurrió una hora sin que fuese buscado para ser trasladado al lugar de su fusilamiento, el General irrumpió en el Salón de Reuniones Ejecutivas con un pelotón de veinte reclutas de la Guardia de Honor.
Observó a sus colaboradores quienes, confundidos, no podían sostenerle la mirada.
—¡Atención, soldados! —gritó, sorpresivamente, el mandatario.
—¡Armas al hombro, apunten…!
La tensión en el recinto era extrema cuando los jóvenes escucharon, con claridad, que dispararan.
—¡En nuestra Fuerza Armada Nacional, el Juramento de «Obediencia Debida» es irrevertible, mi admirado pelotón! —repetía, obsesivo, el Presidente cuando se acercaba a los ministros para darles el «tiro de gracia» en las sienes.