Abigail estaba nerviosa, inquieta.
No le gustaba estar sola en la casa. No ahora, esta noche. Sabía que el servicio dormía abajo, en sus dependencias. Pero eso no la tranquilizaba. Estaban demasiado lejos de ella. Y su valor había empezado a resquebrajarse justamente unas horas antes, cuando Desmond estuvo a punto de volarse la cabeza con un arma que creía descargada, que realmente lo había estado durante nueve años…
Mientras él asistía a la fúnebre ceremonia de exhumación en Saint John’s, ella debía permanecer allí esperando, preocupada y en tensión, dando vueltas en su cabeza a la descabellada y terrorífica experiencia vivida por su marido en 1920, y revivida de pronto nueve años después, apenas llegado a Londres.
Paseó por la misma biblioteca donde Desmond estuviera en un tris de morir estúpidamente aquella noche. Una copa de brandy reposaba sobre la mesa. Lo necesitaba para reaccionar un poco después de aquellas emociones. Las preguntas se agolpaban en su mente mientras iba y venía.
¿Quién asesinó a Cheryl Courteney y por qué? ¿Quién la casó con Desmond Doyle en una mascarada trágica y profana después de muerta? ¿Por qué pagar con una pequeña fortuna ese macabro enlace? ¿Por qué recordarle ahora a Doyle que se había casado con un cadáver nueve años antes? ¿Quién puso las balas en el revólver y por qué? ¿Existía realmente el espíritu errante de la novia difunta? ¿La misma mano asesina que acabó con la vida de la bella joven exterminó después a todos los testigos del suceso?
Demasiados interrogantes. Y ninguna respuesta lógica, coherente. Era como dar vueltas a una noria enloquecedora, girar en círculo sin llegar a ninguna parte. Abigail se consideraba una joven lógica, fría y racional. Pero no había ni lógica ni racionalidad alguna en la aventura demencial de Desmond Doyle.
La llamada a la puerta la sorprendió. Vacilante, giró la cabeza hacia el vestíbulo, temiendo algo inconcreto. Llamaron de nuevo. Tintineó la campanilla.
Dudó. ¿Debía llamar al mayordomo o esperar a que éste acudiera a abrir la puerta? Un tercer campanilleo la decidió. Tal vez era Desmond que regresaba del cementerio. Ignoraba si se llevó las llaves o no.
Fue hacia el vestíbulo. Se detuvo, cauta, ante la puerta.
—¿Quién es? —preguntó, tensa.
—Dios mío, Abby, abre de una vez —sonó una voz familiar—. Soy yo, Charles.
—¡Charles, menos mal! —exclamó ella, aliviada, corriendo a abrir.
El joven Heyward sonrió desde el umbral, bajo su abrigo empapado y su sombrero flexible. Le hizo entrar rápidamente. Luego cerró.
—Vine en cuanto me telefoneaste —dijo el joven—. ¿Dónde está Desmond?
—Finalmente fue a esa exhumación —suspiró ella—. Creí que no podías venir…
—Bueno, tenía una fiesta en casa. Pero dejé a los amigos y corrí hacia acá. Tu tono de voz me pareció angustiado aunque dijiste que ya no ocurría nada. ¿Qué tienes?
—Sencillamente, Charles, estoy asustada por vez primera en mi vida. Muy asustada.
—Es para estarlo, querida —asintió el amigo de Doyle—. Tranquilízate, estaré contigo hasta que llegue Desmond.
—Gracias, Charles. Ven, toma una copa, es lo menos que puedo hacer por ti.
Fueron a la biblioteca. Charles miró la copa de brandy de Abigail, pero no hizo comentario alguno. La joven le sirvió otra. Tomó un sorbo mientras dejaba sus mojadas ropas sobre una silla.
—De modo que ha visto a esa mujer aquí —murmuró Heyward mirando en torno.
—Sí. En el vestíbulo y abajo, en un coche negro. Dice que era ella, sin duda alguna. ¿Crees que es posible, Charles?
—Ya no sé qué pensar de todo esto, querida amiga. Yo también empiezo a estar asustado. Conozco bien a Desmond desde hace muchos años. Sé que no miente ni se inventa cosas. Si dice que ha visto a esa mujer, es que es cierto.
—Pero…, pero eso es imposible, Charles. Ella está muerta, lleva nueve años enterrada…
—Lo sé —afirmó Heyward gravemente, dejando su copa de brandy junto a la de Abigail—. Algo ocurre, sin embargo. Algo que no se puede explicar razonablemente por el momento. Es posible que esa muchacha nunca llegase a estar realmente muerta.
—¿Qué quieres decir?
—Recuerda lo que nos ha contado Desmond. La Policía tiene una hoja de su diario en la que habla de una primera muerte aparente siendo niña. Podía padecer catalepsia. Era un mal muy extendido hasta hace poco. Cheryl Courteney pudo sufrir un segundo ataque y volver luego a la vida…
—Desmond dice que olía a putrefacción cuando dejó la casa al amanecer…
—Eso sí pudo ser alucinación suya. Ten en cuenta que llevaba toda una noche junto a lo que creía un cadáver, que había perfume y bálsamos en el cuerpo, que él estaba seguro de permanecer junto a una mujer muerta.
—¿Y la tumba de Saint John’s?
—Bueno, pudieron enterrar a alguna otra persona en ella. O a nadie. ¿Por qué no un ataúd vacío o lleno de piedras? Eso se ha hecho a veces.
—Casi logras tranquilizarme —suspiró la joven—. Me das respuestas lógicas a todo.
—¿Lo ves? —sonrió Charles tendiéndole su copa de brandy y tomando la propia—. Toma un trago más, eso acabará de calmarte, Abby. Soy un amigo ideal para estas ocasiones, Desmond debería habértelo dicho.
—Me lo dijo —rio Abigail, apurando su copa al mismo tiempo que Charles—. Bueno, espero que ya no tarde mucho en volver.
—Por mí no te preocupes, esperaré lo que sea preciso. Ya sabes que esos requisitos oficiales, con policías y juzgados de por medio, siempre llevan tiempo.
—Sí, eso es cierto. Yo… —se tambaleó ligeramente y se llevó una mano a la cabeza—. ¿Qué me pasa? Siento algo de mareo…
—Demasiadas emociones juntas —sonrió Charles, mirándola a través de su copa de brandy—. Tal vez te siente bien dormir un poco.
—Dormiré cuando… Desmond vuel…, vuelva… ¿Qué me ocurre? No puedo…, hablar…, ni coordinar… Me da todo vueltas… Charles… Charles, yo…
De su mano cayó la copa vacía, rompiéndose en la alfombra. Miró torpemente a Heyward. Él no hizo acción de ir en su ayuda. Sonreía, apurando su copa.
—No es nada, querida amiga —dijo con tono extraño—. Dormirás en breve. Un simple sueño… Tranquilízate…, Abby…
Ella entendió. Desde el fondo de su torpeza entendió. Miró aterrada la copa rota a sus pies. Miró luego a Charles Heyward que seguía sonriendo, mientras todo su cuerpo oscilaba a punto de caer.
—El…, el brandy… —jadeó—. Tú…, Char… les…, ¿por…, por…, qué…?
Y se desplomó de bruces en la alfombra junto a la copa rota. Charles seguía con su sonrisa flotando en los labios. Se inclinó, cargando con el cuerpo inerte de la joven esposa de su amigo. Tomó sus ropas y guardó la copa propia en el bolsillo.
Ahora, en marcha —murmuró—. Voy a llevarte a un lugar seguro, donde nadie te encuentre, querida Abby. Tú vas a ser la mejor arma contra Desmond Doyle…
Se encaminó a la salida, tras comprobar que no había nadie a la vista. Salió a la calle, bajo la lluvia. Cruzó la acera llevando en brazos a Abigail. Abrió la puerta de un coche detenido ante el edificio de Mayfair. E introdujo a la inconsciente muchacha en el mismo. Él subió al volante, partiendo con su femenina carga. El coche de color negro se hundió en la niebla.
Era un raro vehículo para viajar con él. Se trataba de un coche fúnebre.
—No podemos hacer nada más, señor Doyle. Tengo a la Policía de la ciudad en pos de su rastro, pero hasta ahora es cuanto hemos podido hacer.
—¡No es suficiente! ¡Mientras usted sospechaba de mí como autor de un asesinato cometido hace nueve años, alguien entra en mi casa y secuestra a mi esposa! ¡Acaba de decirme que del análisis de esos fragmentos de copa rota, ha resultado la presencia de una potente droga narcótica en su contenido! ¡Es obvio que raptaron a mi mujer, haciéndola ingerir un brandy con narcótico! ¡Sabe que mi mayordomo oyó sonar tres veces la campanilla de la entrada y que cuando iba a abrir oyó que lo hacía mi mujer y renunció a acudir ya! ¿Qué más necesita para dar con ella?
—El nombre del visitante nocturno, señor Doyle. Y el paradero de su esposa.
—¿Espera que yo se lo facilite? ¿Acaso cree que yo mismo hice raptar a mi esposa?
—No se exalte, señor Doyle —resopló apaciblemente el policía—. Nadie le acusa de nada, es usted el del dinero y no ella, por tanto difícilmente puedo sospechar que trate de deshacerse de su esposa. Sé que es de buena familia neoyorquina, sí, pero usted posee mucha más fortuna que su mujer, de modo que eso le deja al margen de toda sospecha.
—Menos mal —gruñó Desmond, paseando como un tigre enjaulado—. Hay que hacer algo, superintendente. Y hacerlo pronto. Su vida puede peligrar…
—Lo dudo. De desear matarla, lo hubieran hecho aquí mismo, sin esperar a más. Tal vez solamente se trate de un secuestro para pedirle rescate por ella. Eso me parece lo más lógico.
—Yo tengo la horrible sospecha de que esto se relaciona con el caso de Cheryl Courteney, superintendente.
—¿Por qué motivo? —Murphy arrugó el ceño, mirándole—. Ella nada representa en el asunto, ¿no es cierto?
—¿Olvida que es mi esposa? Y que parece ser que alguien, no sé si muerto o vivo, desea recordarme en todo momento que debí ser fiel tan sólo a la difunta Cheryl.
—Los fantasmas no cometen secuestros, señor Doyle. Sólo los delincuentes.
—Pues fantasma o ser viviente, alguien se llevó de mi casa a Abigail esta misma noche. Y estoy dispuesto a dar con ella si la Policía no lo hace.
—No trate de jugar al papel de héroe, señor Doyle. Recuerde que usted mismo lo ha dicho: no debe hacer correr peligro alguno a su esposa. Deje el asunto en nuestras manos y limítese a esperar.
—¡Esperar! ¡Esperar!… —se volvió al ver entrar en la estancia a la persona a la que más deseaba ver en esos momentos, al margen de la propia Abigail—. ¡Charles, amigo mío! ¡Al fin has venido!
—En cuanto recibí tu recado —Heyward dirigió una inclinación al superintendente Murphy—. Lamento no haber podido venir anoche a ver a Abigail en tu ausencia, como ella deseaba, pero esa maldita fiesta que celebraba lo impidió. ¿Cómo iba a pensar yo que ella podía correr peligro alguno? Sólo parecía algo nerviosa, inquieta…
—Lo sé, querido amigo, lo sé —Desmond abrazó a Charles con fuerza—. Sólo espero que puedas ayudarme a pasar este horrible trance.
—Claro, Desmond, cuenta conmigo para todo. Incluso para ayudarte a dar con ella, si es que tienes algún indicio de su posible paradero…
—¡Otro aficionado a policía! —se quejó amargamente el superintendente Murphy, dirigiéndose a la salida—. Les aconsejo a ambos que no hagan nada por su cuenta y riesgo. Ya están las cosas bastante enredadas como para que ustedes las compliquen más aún.
Y partió, dejando a los dos amigos intercambiando sus impresiones.
La niebla era aún más espesa que en noches anteriores. No llovía, pero el suelo urbano estaba negro y reluciente a causa de la humedad. Las farolas callejeras eran sólo manchas tenues de luz en la bruma.
El automóvil se detuvo silenciosamente frente a las verjas apenas siluetadas en la neblina. Los pies pisaron la acera con firmeza pero con suave sigilo, sin producir apenas ruido las suelas de goma. Una mano insertó una vieja llave herrumbrosa en la cerradura de la verja. Giró, chirriante, y el portón se entreabrió, forzado por la enguantada mano del hombre. Una lámpara eléctrica alumbró desde su mano el suelo de gravilla que serpenteaba, alejándose entre descuidados setos y matorrales abandonados. La hojarasca crujía, formando alfombra sobre el camino.
Avanzó el nocturno visitante de la mansión de Regent’s Park, cuyo letrero a la puerta anunciaba su venta en vano desde hacia años. Evidentemente, la casa debía de tener mala fama en la vecindad. No se sabía si por la existencia de los Courteney entre sus muros, tiempo atrás, o por la circunstancia poco agradable de que una empresa de pompas fúnebres se hallara situada en la vecindad, junto a las altas verjas de hierro forjado que delimitaban los descuidados jardines.
El visitante nocturno llegó ante la casa. De nuevo manipuló en un pesado manojo de llaves, hasta hallar una que abrió la puerta de la mansión. Empujó la chirriante hoja de recia madera. Un fondo sombrío de telarañas, oscuridad y silencio, se abrió ante los escudriñadores ojos bajo el ala del sombrero flexible, empapado de la humedad de la noche. La linterna, desde la zurda del caminante, barrió los rincones polvorientos del vestíbulo. Un par de ratas se deslizaron veloces, huyendo de la luz.
Entró en la casa. Probó la luz, pero el interruptor no cambió las cosas. Evidentemente, habían cortado el suministro eléctrico a la casa mucho tiempo atrás.
La figura sigilosa se movió con cautela hacia la escalera. Antes, la lámpara giró a la derecha, hacia unas puertas abiertas corredizas. Proyectó su claridad lechosa sobre estanterías de polvorientos libros, un hogar apagado, un cuadro…
El círculo de luz se mantuvo sobre el óleo unos segundos. Desde el lienzo, una belleza de ojos y cabellos negros sonreía fantasmal al visitante. Éste dominó un estremecimiento.
—Es la misma… —susurró—. La que vi en el vestíbulo, en el viejo automóvil… Es ella, no hay duda: Cheryl Courteney…
Desvió la luz, enfocando la escalera. En los peldaños se hacinaba la suciedad. Las telarañas formaban un entretejido denso sobre el polvo. Más ratas huyeron despavoridas. Comenzó a subir paso a paso.
Llegó arriba. Recorrió una a una las habitaciones. Se detuvo especialmente a la puerta de una de ellas. La linterna formó grotescas sombras en los muros de tapizado sucio, desgarrado o húmedo. Se detuvo sobre un lecho con dosel. El escalofrío agitó la lámpara en la mano enguantada.
—Cielos… —jadeó la voz—. Es la alcoba…, el dormitorio nupcial…
Todo parecía igual. Sábanas de raso podridas por el tiempo, muebles enfundados en fantasmales telas blancas… Sólo que había grises ratas en vez de un cadáver sobre la cama. Se echó atrás, demudado. Le temblaba la mano. Un espejo del corredor reflejó la imagen de un Desmond Doyle mortalmente pálido, aunque de rictus decidido y enérgico. Iba a volver sobre sus pasos cuando oyó las voces.
Voces…
Voces humanas, sí. Murmullos en alguna parte, tal vez flotando en la nada, viniendo de ultratumba…
Voces de mujer, Desmond podía jurarlo. No había error posible.
Aguzó el oído. No, no era ilusión de sus sentidos. Aquellas voces existían, sonaban en alguna parte… Miró en derredor, perplejo. Sólo vio el espejo, una vieja armadura en un rincón, una panoplia vacía de armas, una vieja estufa de larga chimenea negra hundiéndose en el muro… Y puertas, lámparas sin luz en los techos y los muros. Eso era todo.
La estufa. Volvió a mirarla atentamente. Era de hierro negro, tenía abierta la puertecilla para introducir combustible cuando funcionaba. Se agachó, aguzando aún más su oído.
Las voces salían de allí. Eran ininteligibles, simples murmullos de voces de mujer en alguna parte. Apoyó su mano en el tubo. No era difícil imaginar el resto. Aquel tubo servía de conducto acústico a las voces desde alguna parte. Tal vez la propia planta baja del edificio vacío.
Descendió de nuevo extremando sus precauciones pero con mayor rapidez. El corazón de Desmond palpitaba durante su correría nocturna cada vez con más fuerza. Había reclamado aquellas llaves de la inmobiliaria, con el pretexto de adquirir al contado la finca. Se las habían dado de mil amores. Y ahora, sin que nadie lo supiera, ni siquiera el superintendente Murphy o su amigo Charles Heyward, estaba intentando descubrir algo en la vieja mansión, no sabía el qué.
Recorrió toda la planta baja, sin exceptuar un recinto que le provocó nuevas y crispadas emociones: la vieja capilla de los Courteney. El escenario de un lúgubre ceremonial tiempo atrás…
Pero no encontró en parte alguna la fuente de aquellos sonidos humanos. Localizó de inmediato otra estufa de mayor tamaño en un salón destinado a tocar el piano —aún estaba allí el instrumento, cubierto de polvo y telarañas—, a tejer o a jugar a naipes en una mesita tapizada de verde yerba. Se acercó a ella sin producir el menor ruido. Esta vez tuvo que abrir la puertecilla, con infinitas precauciones para que el tubo no sirviera a su vez de resonancia a sus propios actos.
Las voces eran más claras, pero igualmente ininteligibles las palabras expresadas. Hubo algo así como un quejido y luego posiblemente llanto. Llanto de mujer. Tembló, sin saber por qué.
Observó que el tubo de la estufa se hundía en el suelo, junto al muro.
—Hay otra planta abajo —murmuró—. El sótano, sin duda. Tengo que dar con él…
No fue difícil. Entre las llaves halló una que servía para abrir una puertecilla situada bajo la escalera. Era el acceso al sótano de la casa. Asomó a la entrada. Una bocanada de aire fétido y húmedo le asaltó. Indiferente a todo eso, encendió su linterna y se aventuró escaleras abajo, pisando en su camino algunos cuerpos huidizos y velludos. No se inmutaba ya por nada. Lo importante era avanzar, llegar a alguna parte, al origen de aquellas misteriosas voces. No confiaba precisamente en encontrar a Abigail, pero sí tenía fe en que diera con alguna pista que pudiese aclarar los acontecimientos. Cualquier cosa era mejor que permanecer inactivo.
El sótano resultó ser una vasta nave sucia y húmeda, repleta de objetos inútiles y con instalaciones para poder convertirse en bodega cuando se pusieran allí las botellas adecuadas. Si alguna vez las tuvo, ahora brillaban por su ausencia.
El subsuelo era amplio, alargado, ocupando sin duda todos los cimientos de la vieja mansión victoriana. Finalmente, se detuvo ante un muro sólido, cubierto de telarañas, con uno de los soportes de botellas de la bodega adosado a él. Delante del mismo, se hallaba otra chimenea negra, conduciendo a una estufa de gran tamaño, donde sin duda se quemaba la mayor cantidad de leña para dar calor al edificio.
Miró en torno. Si allí terminaba el conducto de hierro, ¿dónde sonaban las voces? Sólo había una posible explicación. La estufa tocaba el muro del fondo. Podía recoger allí esos sonidos.
Pegó la oreja a la pared. Se estremeció.
Sí, era allí. El murmullo de un llanto era audible ahora. La pared y el soporte de botellas conducía ese sonido al interior de la caldera, sirviendo ésta de caja de resonancia y conducción acústica.
Retiró trabajosamente el armazón de madera destinado a contener botellas en reposo. Hizo algunos ruidos pero no le importó.
Cuando tuvo el muro al descubierto, proyectó sobre él la lámpara.
No era una pared lisa. Había huellas de una vieja puerta tapiada. Aquello conducía a alguna parte. Un rápido cálculo mental de la situación le hizo pensar que el edificio anexo tenía que ser, forzosamente, la casa destinada a empresa funeraria que viera junto a la finca. Tanteó la pared. Era sólida, pero no demasiado firme. La puerta no estaba realmente tapiada. Sólo cubierta con papel pintado. Arrancó a trozos el mismo, dejando ver las rendijas de aquel acceso casi secreto. Alguna vez, el edificio de los Courteney y el que ahora se dedicaba a pompas fúnebres, debieron tener comunicación por algún oscuro motivo. Pero eso le importaba poco a él.
Lo que quería era entrar, pasar al otro lado. No era lógico oír voces en el sótano de una funeraria a semejantes horas de la madrugada. A menos que, realmente, los muertos volvieran de sus tumbas…
Forcejeó con la puerta en vano. Resistía sus intentos. Probó varias llaves en su cerradura inútilmente. Luego tuvo una idea. Insertó un cortaplumas de bolsillo en la ranura, junto al pestillo. Hizo palanca varias veces, apretó de firme…
Y la cerradura cedió con un chasquido.
Estaba abierta. Desmond empujó cauteloso. Guardó las llaves, ya inútiles, y empuñó en su lugar el viejo Smith & Wesson 38, mientras en su zurda sostenía la linterna Pasó al otro lado, barriendo antes con la luz el recinto subterráneo.
Era un simple sótano como el anterior, pera mucho más reducido. Enfrente, tras una puerta, brillaba una tenue luz en las rendijas de la misma. Respiró hondo. El llanto femenino era ahora nítido, preciso. Tembló, angustiado.
¿Era su imaginación, o se trataba de la voz de Abigail?
Decidido, avanzó hacia aquella puerta. Estaba dispuesto a volarla de un balazo si se resistía. Para su sorpresa, cedió de inmediato. La luz que penetró casi le cegó tras tanto tiempo en la oscuridad, pese a ser poco intensa. Pero sí lo suficiente para advertir que dejaba atrás una especie de almacén repleto de ataúdes.
Delante de él, cuando pudo ver con claridad, una espantosa escena apareció ante sus ojos.
¡Abigail aparecía amortajada de blanco, como una novia, dentro de un ataúd, encadenada y con el rostro lívido, bañada en llanto, dominada por el terror, mirando a algo o a alguien con ojos dilatados por el pánico!
—¡Abby! —gritó Desmond, corriendo hacia ella, revólver en mano.
—¡Desmond! —chilló ella, girando la cabeza, entre sobresaltada y feliz, al reconocer la voz del ser querido—. ¡Oh, no, Desmond, no, no lo hagas!
Era una advertencia. Pero llegó demasiado tarde.
Fugazmente, Doyle comprendió que había peligro. Y éste estaba a sus espaldas. Quiso volverse, usar el arma. No pudo. Algo cayó sobre su cabeza, demoledor. El suelo se le vino al encuentro y chocó violentamente con él, dejando de ver y de sentir.
No era un despertar agradable. Ni esperanzador.
Ahora, ambos estaban encadenados. Abigail, dentro del ataúd, a su lado. Él, unido al muro de piedra húmeda mediante eslabones unidos a una argolla, a la usanza medieval en las mazmorras.
Y ante ellos dos… Charles Heyward, sonriente, dura la expresión, fríos los ojos. Como telón de fondo, una doble pila de ataúdes contra el muro, recién barnizados y a punto de ser utilizados para su macabro uso habitual.
—Charles… —jadeó Desmond, apenas se le aclaró un poco la mente y se despejaron sus ideas tras el período de inconsciencia—. Charles, amigo, ¿qué significa esto?
—No, Desmond, no es tu amigo, no es nuestro amigo —le interrumpió Abigail con un triste sollozo, muy pálida y demacrada dentro del tétrico recinto forrado en violeta oscuro—. Charles es un canalla, un rufián de la peor especie. Sádico, morboso… Él me puso en este féretro… Me lo ha contado todo durante mi cautiverio. Todo…
—¿Todo? ¿Qué es ello, Abby, por el amor de Dios? —Doyle intentaba ver claro, despejar sus pensamientos, sus sospechas cada vez más sombrías y amargas.
—Desde que llegamos a Londres, Desmond, él ha sido el ángel negro que nos acosaba y perseguía. Suya era la idea de torturarte con una falsa misiva de Cheryl Courteney, con un ramillete de azahar marchito, con apariciones fantasmales de la novia difunta…, e incluso con balas en tu revólver, por si podía conducirte al suicidio.
—Pero ¿por qué? ¿Cómo? Yo vi a Cheryl en persona, era ella misma…
—No, Desmond, amigo —rio Charles cínicamente—. Nunca viste a Cheryl, salvo en aquella loca ceremonia nupcial de hace nueve años. El fantasma de tu casa anoche era muy distinto… ¿Quieres mostrarte ante Desmond, querida Melissa?
Para asombro de Doyle, tras los ataúdes surgió una figura espectral, como emergida de ultratumba, regresando del más allá…
—¡Cheryl! —gritó roncamente Doyle, estremecido.
La novia pálida y erguida rio huecamente con sarcasmo. Luego, rodeó con sus brazos a Charles y negó lentamente. Su voz sonó natural, burlona, sin ninguna entonación ultraterrena:
—No, no. No soy Cheryl. Soy su hermana gemela Melissa. Yo estaba en la India, en Hyderabad hace nueve años, cuando el loco de Harry Oxley, nuestro tío, y tutor de mi hermana Cheryl, decidió casarla contigo en una farsa demencial, para evitar que su fortuna fuese a mis manos al morir ella. Sólo que tuvo que casarla después de muerta y no antes, en un alarde de imaginación y estupidez. Pero admito que su truco resultó bastante bien. Logró evitar lo que yo buscaba, el crimen que había planeado y llevado a cabo desde tan lejos. La muerte de mi querida hermana Cheryl, gracias a un veneno vegetal hindú, que provocó su derrame cerebral, me ha resultado inútil, al menos durante estos nueve años. No pude entrar en posesión de su herencia. ¿Y sabéis por qué? Porque tú, Desmond Doyle, eras el heredero legal de Cheryl, gracias al fraude ideado por Oxley la noche de la muerte de mi hermanita. Siempre la odié. Siempre…
—Usted…, usted la mató. Pero estaba en la India entonces. No pudo hacerlo…
—Cierto, Doyle. No pude hacerlo con mi propia mano. Era mi gran coartada. Otro se ocupó del trabajo sucio, de suministrarle el veneno que yo le envié. El muy necio pensaba que iba a repartir conmigo la fortuna cuando ella muriese… Tuve que hacerle matar más tarde, para que no hablase.
—¿Quién…, quién era su cómplice? —preguntó Doyle.
—Jackson, el mayordomo —sonrió la doble exacta de Cheryl Courteney—. Él lo hizo todo. Luego tuvo que servir de testigo en aquella boda absurda. Temía tanto a Oxley como a mí. Creo que tú conociste a nuestro tío como el enigmático señor Smith…
—Pero ¿por qué actuó así, qué ha sido de él?
—Preguntas mucho, Desmond querido —bostezó Charles, respondiendo a sus interrogantes con aire displicente—. Oxley era un tipo raro. No quiso para sí la fortuna, se conformaba con impedir que fuera para Melissa, de quien sospechaba que era autora del crimen. Se ve que estimaba lo suficiente a Cheryl como para quererse vengar por su muerte en la persona responsable, invirtió su propia fortuna en pagarte a ti el papel de novio de una muerta. No logró lo que se proponía, pero demoró nueve años la posesión del dinero de los Courteney por parte de Melissa, que perdió su propia herencia en la India, por culpa de un apuesto oficial jugador y mujeriego que la burló y la dejó sin un penique.
—No tienes por qué mencionar esos hechos, Charles querido —se irritó Melissa Courteney, mirándole con frialdad—. Si ahora eres mi cómplice en todo este juego es porque vamos a repartir mi herencia cuando me la entreguen legalmente, y tú no te atreverás a engañarme como el capitán Colby. Nadie se atreverá nunca más a burlarse de Melissa Courteney, te lo garantizo.
—Estoy seguro de eso, querida —afirmó Charles risueño—. Te temo demasiado como para pretender engañarte en nada. Como ves, te he ayudado considerablemente. Gracias a mí, tienes ahora a los Doyle en tu poder. Lo siento, Desmond, por nuestra vieja amistad, pero no tuve otro remedio.
—No lo hubieras hecho de no estar ahora tan arruinado como hace nueve años lo estuvo tu amigo —le reprochó secamente la hermosa mujer del pelo oscuro, con gesto desdeñoso—. Pero a ambos nos conviene esta unión, por eso te busqué al dar con el paradero de Desmond Doyle finalmente. Oxley logró engañarme muy bien durante años, al informarme inicialmente de que el hombre casado con Cheryl residía en África y posteriormente en Australia. Perdí años buscando su pista, sin imaginar la astucia de Oxley. Hasta que di con él y supe que venía a Inglaterra de nuevo con su flamante esposa…
—¿Y ahora dónde está Harry Oxley? —preguntó Desmond, aturdido.
—Muerto —rio ella—. Como el doctor Stratton, como Jackson, el juez Dudley o el reverendo Pearson, a quienes yo eliminé tras conocer su versión de los hechos. No queda nadie con vida de aquella noche…, excepto tú mismo. Desmond Doyle. Y eres el heredero legal de Cheryl. Porque, aparentemente, eres el marido oficial de Cheryl.
—Si no hubiera matado a Jackson o al reverendo Pearson, ellos habrían podido testificar que la boda fue después de morir Cheryl, y por tanto era ilegal e inexistente a todas luces —objetó Desmond.
—Dejar con vida a personas que sabían tanto, era demasiado riesgo. Además, el reverendo Pearson o el juez Dudley, a quien también eliminé, habrían negado siempre que actuaron bajo coacción y soborno. No, no me servían. Sólo una persona en el mundo puede admitir que se casó con un cadáver y, por tanto, no hubo tal boda.
—¿Yo?
—Sí, tú —asintió Charles Heywood burlón—. Vas a firmar ese documento admitiéndolo así, ¿no es cierto, amigo mío?
—¿Por qué tendría que hacerlo? Si niego tal cosa ahora, seré heredero legal de una fortuna de cien mil libras esterlinas.
—Y sospechoso de asesinato —rio Charles.
—No importa. Correré ese riesgo.
—No lo entiendes aún, Desmond Doyle —terció ásperamente Melissa Courteney con ojos llameantes, avanzando un paso hacia él. Señaló a Abigail—. Si te niegas, mataré a tu esposa ante tus propios ojos. Elige, por tanto.
—¡No cedas, Desmond! —rogó Abigail desesperada—. Sé que nos matarán igualmente a ambos. Sabemos demasiado. Eso no le conviene a esa harpía ni a tu falso amigo.
Están unidos en esto, son dos asesinos sin conciencia. Matarán a quien sea con tal de alcanzar la fortuna de Cheryl Courteney, lo sé.
—Hablaste demasiado, estúpida —se volvió airada Melissa hacia ella—. Voy a tener que hacer algo peor que matarte, para convencer a tu amado y amante esposo: torturarte lentamente, con toda paciencia, hasta que tus alaridos ablanden a Doyle.
—¿Es eso necesario, querida? —dudó Heyward palideciendo levemente.
—Claro —rio ella—. Si no tienes valor para eso, sal de aquí. Yo me basto y sobro para arrancar la confesión a Doyle, antes de que pueda ver el pellejo de su adorada mujercita hecho tiras…
—Miserables —jadeó Doyle—. No la toquéis a ella. Firmaré lo que sea.
—¡No, Desmond, no! —insistió Abigail con angustia—. Nos matarán del mismo modo…
—Puede ser, Abigail. Pero sin torturas. No soportaría verte sufrir —dijo con ternura el joven—. Lo siento. No puedo hacer otra cosa.
—Excelente —aprobó Melissa Courteney con frialdad—. Así me gusta, Doyle. Eso es entrar en razón. Tengo el documento preparado. Con firmar será suficiente. Charles firmará como testigo. Todo completamente legal, claro.
—Un momento. Una pregunta más todavía —rogó Desmond—. Hay algo que no logro entender totalmente.
—¿Qué es ello, Doyle? —indagó impaciente la hermana gemela de Cheryl.
—¿Y el cadáver de su hermana? ¿Dónde está el cuerpo de Cheryl? El féretro en el cementerio de Saint John’s Church, estaba vacío…
—Un toque melodramático y terrorífico —rio sardónicamente Melissa—. Yo misma hice robar ese cuerpo y lo traje aquí. Ahora mi querida hermana reposa en uno de esos féretros. No se conservaba mal para haber pasado tantos años allí dentro —señalaba la pila de ataúdes con gesto burlón—. Quería volverte loco, aterrorizarte hasta el paroxismo, Desmond Doyle, para provocar tu muerte o tu locura. Era un modo de quitar de en medio al hombre que se interponía entre mí y la herencia… Si morías habría buscado la forma de demostrar la falsedad de aquella boda. Pero mejor pensado, es preferible este medio para que todo salga conforme a mis deseos. Adelante, Charles, trae ese documento, hazlo firmar a nuestro amigo…
Heyward salió, para regresar con una hoja escrita que puso ante Doyle, al tiempo que le tendía su pluma estilográfica.
—Firma, amigo —dijo, evitando mirarle a los ojos—. Luego, todo estará arreglado.
—Y nosotros moriremos asesinados aquí —gimió Abigail—. No firmes, Desmond, no les des esa satisfacción hagan lo que hagan.
—Ya te dije que no soporto verte sufrir. Firmaré, querida —su mano encadenada tomó la pluma y firmó—. Ya está, Charles. ¿Y ahora?
Heyward se volvió hacia Melissa, que sonreía malévolamente.
—Ahora, querido, es asunto mío —dijo ella con frialdad.
Y de sus ropas de novia, blancas e impolutas, extrajo un arma con la que encañonó a ambos jóvenes. Amartilló el revólver sin que se alterara un músculo de su cara ni temblase su pulso.
—Te lo dije, querida —sollozó Doyle mirando a Abigail—. Si hemos de morir juntos, que sea así, cariño.
El dedo de Melissa empezó a presionar el gatillo…
En ese momento, a espaldas de ella, apareció Cheryl Courteney, regresando desde la tumba.
Fue una aparición dantesca, terrible. Tras de Melissa y Heyward surgía la sombra espantosa de la Muerte en forma de una mujer envuelta en jirones amarillentos de un viejo vestido de novia. Un rostro lívido, descarnado, medio devorado por la putrefacción, con los ojos vaciados en medio de unas cuencas podridas, sostenía aún la negra y larga melena, el tul de novia, como una tétrica piltrafa…
Se movía hacia ellos dos lenta, pausadamente, con espectrales movimientos. Abigail lanzó un alarido de horror al verla. Desmond, mortalmente pálido, no daba crédito a sus ojos. Melissa parecía sorprendida de su reacción. Charles volvió la cabeza, alarmado, presintiendo algo. De su garganta brotó un aullido inhumano, gutural.
—¡Dios mío, no! ¡No puede ser! —aulló, despavorido.
Melissa también giró en ese punto. Su chillido fue espasmódico, pero tuvo fuerzas para apretar el gatillo y disparar sobre el espectro de su hermana. Aquella forma hedionda, nauseabunda, se movía lenta, pesadamente hacia ellos.
De los labios tumefactos, purulentos, brotaban sonidos inarticulados, confusos, entre un burbujeante líquido verde parduzco:
—A él no… A él no, hermana… Fue…, fue mi esposo…, por una noche… A él no…
Los disparos se repetían. Melissa, como posesa, convulsionado su rostro en una mueca de horror infinito, vaciaba su arma encima de los jirones humanos de la que en vida fuera su hermana. Cuando hubo dejado descargado el revólver, Cheryl estaba ya sobre ella. Sus manos descarnadas, de cuyos huesos colgaban pingajos fétidos de carne corrompida y lívida, se cerraron en torno al cuello fraterno.
—No, no, no… Hermana, debí hacer esto siendo niñas… Malvada…
Cuando la soltó, Melissa era un cuerpo encogido, de rostro púrpura, un cadáver sin nada de aire en sus pulmones, muerta por asfixia…
Charles Heyward corrió hacia la salida. Tropezó, cayó…, y el espectro horrendo le dio alcance, se inclinó, cerró también sus garras huesudas, esqueléticas, sobre el cuello varonil. De nada valió la resistencia del joven. Siguió el camino de su cómplice. Agonizó ante la horrorizada mirada de ambos testigos.
Luego, lentamente siempre, Cheryl Courteney se volvió a ellos, sus ojos ciegos parecieron mirarles. Su voz susurraba, horrible, articuló unas pocas palabras:
—Ahora puedo…, descansar tranquila…, para siempre…, esposo mío. Sé…, feliz…, en vida…, y gracias…, por aquella noche…
Se desplomó ante ellos. Sus huesos parecieron quebrarse y desmontarse al golpear el suelo. Su cabeza de calavera rodó lejos del resto del cuerpo, desparramando la negra melena por el suelo, en un espeluznante epílogo.
Sólo unos momentos más tarde, aparecía el superintendente Murphy en la puerta del sótano, seguido por varios policemen uniformados, arma en mano.
—Dios mío, ¿qué ha ocurrido aquí? —masculló horrorizado viendo la escena—. Usted, Doyle, y su manía de investigar por su cuenta… Yo también seguía una buena pista. Sospechaba ya de su amigo Heyward, arruinado recientemente, y me limité a hacerle vigilar para descubrir su escondrijo en esta funeraria que le pertenecía bajo nombre supuesto. También supe de la presencia de Melissa Courteney, hermana gemela de Cheryl, en Inglaterra. Lo demás era fácil deducirlo… Esperen, que ahora les libero…
Se detuvo, contemplando con estupor y asco los restos humanos.
Se tapó la nariz, con gesto de repugnancia.
—Dios, ¿y qué es eso? ¿De quién son esos restos, qué pasó exactamente, Doyle?
—Es lo que queda de Cheryl Courteney, superintendente —musitó Desmond, su mirada fija tiernamente en Abigail, que sollozaba histéricamente—. Su hermana robó el cadáver… Lo demás, lo que pasó aquí ahora…, ¿para qué contárselo? Nunca iba a creérselo. Nunca… Ni yo mismo sé cómo pudo suceder…, pero ahora sé que es posible volver de entre los muertos cuando algo queda por resolver aquí, ya sea por odio o por amor…
Ella, Cheryl volvió dos veces del sepulcro. Una siendo niña, otra, ahora…
Y tras sonreírle dulcemente a Abigail, miró con patética ternura los restos repulsivos de un joven ser que, desde más allá de la tumba, había vuelto para salvar la vida de un hombre a quien tenía algo que agradecer: al menos, unas horas de compañía tras una boda al margen de esta vida…
FIN