7

—No sé por qué no vinimos directamente a esta casa, Desmond. Es hermosa, me gusta. No me importaría quedarme a vivir en ella toda la vida.

Desmond Doyle sonrió, halagado. Miró a Abigail, que recorría las estancias con aspecto feliz. Volvía a ser la de siempre, la muchacha alegre y confiada que él conociera en Nueva York.

—Me alegra que te guste —murmuró—. Yo sigo encontrándola demasiado vieja.

—Lo viejo es doblemente bello para nosotros, los americanos. Tal vez sea porque todo allí lo tenemos demasiado nuevo —sonrió Abigail risueñamente, volviendo a su lado. Se abrazó a Desmond y le miró a los ojos—. No quiero verte más preocupado, querido mío. Todo pasó ya. Debiste contarme aquel suceso cuando nos conocimos o apenas nos casamos. Te hubiera aligerado bastante compartirlo conmigo.

—Era una historia demasiado horrible, Abby. Y lo peor es que aún colea.

—Tonterías. La Policía está obligada a sospechar de todo el mundo. Yo te creo. Sé que las cosas fueron como dices, por absurdas que puedan parecer. ¿Y sabes por qué lo sé? Porque lo dices tú, y tengo fe ciega en ti.

—Criatura, eres maravillosa —la atrajo contra sí, besándola intensamente—. Nunca más te ocultaré nada, lo juro. Me haces sentir mejor desde que te relaté todo, Charles tenía razón.

—Hablando de Charles, ha elegido muy bien —cambió ella de tema de inmediato—. La doncella y el mayordomo que nos ha traído parecen muy eficientes. Creo que esta casa funcionará a la perfección.

—Si tú la llevas, desde luego. Pero no quería que cargases con algo tan pronto, Abby. Éste es nuestro viaje de novios…

—Y será mi primera experiencia como ama de casa —rio ella jovialmente—. Confía en mí, querido. Te demostraré que no vas a arrepentirte jamás de haberme elegido como esposa.

—Él asintió:

—Sé que eso es lo último de lo que podría arrepentirme en la vida, Abby. Sólo lamento el mal trance que te hice pasar…

—Por favor, olvida eso de una vez. Nadie vuelve de la tumba, estoy segura. Si recibiste aquella tarjeta y te dejaron ese ramo de azahar, es porque alguien planeó asustarte por la razón que sea. Pero no puedo creer que esa pobre chica deambule por ahí como un fantasma, exigiéndote una fidelidad imposible.

—Smith dijo…, dijo algo antes de la ceremonia, Abby. Algo así como «usted será su esposo hasta morir, no lo olvide». Y al dejarme la segunda suma de dinero, también había una nota, recordándome que ella era en esos momentos mi esposa…

—Eso confirma lo que te digo: el propio Smith debe mover los hilos de esta trama, por alguna razón que ignoremos.

—¿Y la hoja del Diario de Cheryl Courteney? Ya de niña parece que resucitó…

—Eso tiene fácil explicación. Por entonces era frecuente una dolencia que provocaba la muerte aparente, la catalepsia. ¿Nunca leíste a Poe? Escribió algo sobre eso.

—Sí, «El entierro prematuro», lo recuerdo —suspiró Desmond—. Tal vez tengas razón después de todo. Aquel tal Smith, sea Oxley o no, parecía un ser demoníaco, maligno.

—Pues hazte a esa idea, y basta. Cuando la Policía dé con él, todo habrá terminado felizmente y te liberarás de tu antigua pesadilla. Pero mientras tanto, disfrutemos de tu hermoso hogar. Yo no tengo ningún miedo, y tú tampoco debes tenerlo, querido.

—Eres admirable, querida —ponderó él, besándola de nuevo—. Te adoro.

Y contagiado por el optimismo y energías de la valerosa joven, se logró olvidar por vez primera en mucho tiempo, de aquella historia que le obsesionaba. Incluso su vieja mansión de Mayfair le pareció más alegre y bella que nunca.

Hasta que esa noche, la pesadilla volvió más escalofriante y terrible que nunca.

De nuevo ocurrió mientras Abigail dormía profundamente en el amplio y suntuoso lecho de la alcoba principal de la mansión de los Doyle.

Esta vez no le había despertado ningún ruido, sino la sed. El servicio descansaba y tenía la jarra de agua de la mesilla totalmente vacía. Se puso la bata y se encaminó a la cocina a servirse un vaso de leche.

La mansión, alumbrada con algunas luces aisladas y débiles en los corredores, no mostraba ningún aspecto siniestro ni inquietante. Desmond Doyle volvía a la alcoba con el vaso de leche, sin pensar siquiera en nada preocupante.

Subió la escalera principal, llegando a la planta alta. Se dispuso a enfilar el pasillo hacia el dormitorio donde Abigail esperaba dormida.

En ese momento, algo le hizo girar la cabeza, mirar hacia abajo, al vestíbulo sumido en penumbras. Fue un movimiento reflejo, instintivo, como guiado por un presentimiento superior a su propia voluntad.

Sus cabellos se erizaron. De su mano escapó el vaso de leche, que se hizo añicos en el suelo, derramando su blanco contenido. Un grito ronco, inarticulado, pugnó por formarse en su reseca, contraída garganta.

Allá abajo, flotando tenuemente su grácil figura envuelta en tules blancos, la forma humana permanecía con la cabeza erguida, mirándole fijamente…

—¡Cheryl! —aulló, retrocediendo aterrado—. ¡No es posible!

Pero era ella. Cheryl. Sonreía desde la palidez marmórea de su rostro, bajo las gasas blancas, algo amarillentas y ajadas por el tiempo, de un siniestro vestido de novia. Luego, la figura pareció flotar sobre la alfombra, hundirse en las sombras de la biblioteca…

Desmond vaciló. Tuvo que aferrarse con ambas manos a la barandilla para no caer escaleras abajo. Estaba lívido, sudoroso, le temblaba todo el cuerpo.

—No puede ser… —musitó—. Es sólo mi imaginación. Ella…, ella no está ahí… ¡No pudo volver de la tumba! Nadie vuelve de entre los muertos…

Pero podía evocar su rostro, vislumbrado un segundo antes. El mismo rostro yerto que viera aquella noche imborrable. La cabellera oscura, la faz tersa, unos ojos negros que no había llegado a ver bajo los párpados cerrados…

Corrió escaleras abajo, dominando su terror. Tenía que confirmar de una vez por todas si su cerebro le estaba jugando malas pasadas o no. No podía encogerse, huir de lo que le atormentaba.

Entró en la biblioteca como una exhalación, dispuesto a encararse crudamente con la verdad, por terrible que fuese. Incluso estaba mentalizado para encontrarse cara a cara con Cheryl Courteney…

Pero en la biblioteca no había nadie. Sin embargo, la lámpara de su mesa estaba encendida. Y el balcón del fondo, abierto. La cortina flotaba, agitada por un aire frío y húmedo. Lloviznaba fuera. Y había niebla, como aquella maldita noche.

Se precipitó hacia el ventanal, asomó a él mirando al exterior. Abajo, un negro automóvil rodaba lentamente, alejándose dé la acera de la casa. Era un viejo, anticuado Pierce Arrow de 1920 que creyó identificar. ¡El coche del señor Smith!

Mientras el vehículo se alejaba, hundiéndose en la bruma, por su ventanilla asomó el rostro blanco, cadavérico, de una hermosa novia de pelo y ojos negros, agitando su mano marmórea hacia él, en extraña y gélida despedida…

El coche desapareció en la niebla. La lluvia, menuda y fría, azotó el rostro de Desmond movida por una ráfaga de aire. Regresó, tambaleante, al interior de la biblioteca, la misma estancia donde una noche se dispusiera a poner fin a su vida ante una copa de Oporto.

Por dos veces había visto a Cheryl Courteney. No había error posible. Era ella, era su rostro que él jamás olvidaría por años que viviese.

La sombra de la novia difunta, emergiendo del tiempo, de la niebla, de la noche.

De pronto, se quedó mirando a la mesa, alumbrada por la lámpara encendida que él dejara apagada al acostarse. Hasta entonces no había visto lo que se encontraba junto a la lámpara, bajo el cono de luz, a causa de su excitación en pos del fantasma.

El revólver.

El mismo viejo y oscuro Smith & Wesson calibre 38 de entonces. Amartillado, a punto.

A punto para matarse. Para volarse la cabeza como entonces.

El círculo se cerraba. Todo volvía al principio, como si nada hubiera sucedido. Caminó igual que un autómata hasta el arma ya olvidada. La empuñó, con gesto ausente, como si estuviera hipnotizado.

Y la llevó a su sien. Lenta, inexorable, hacia el mismo punto donde un día apoyara el cañón del arma para terminar con su vida.

—¡Desmond! ¡No! ¡Dios mío! ¿Qué vas a hacer?

Su dedo tembló en el gatillo. Antes, fue una llamada a la puerta la que había interrumpido la tragedia. Ahora, era la voz de ella, de Abigail, a sus espaldas.

Dejó lentamente el arma sobre la mesa.

Se volvió. Ella corría a él, y se abrazó sollozando a su marido, que la rodeó con sus brazos, amorosa, protectoramente.

—Vamos, vamos, calma, querida —sonrió, saliendo de su abstracción—. No ocurre nada, nada en absoluto. Sólo que…, que creí ver aquí a Cheryl Courteney, entrando en esta estancia, alejándose luego de la casa en un viejo automóvil negro… Alucinaciones sin duda, amor mío.

—Pero ese arma… ¡Ese revólver! —gimió Abigail apretándole con fuerza—. Ibas…, ibas a dispararlo. ¡Ibas a matarte, Desmond! Como entonces… Era la influencia maligna de esa mujer, de ese espectro, del Mal que nos acecha…

—No, no, cariño. Eso son tonterías, tú lo dijiste. Nadie vuelve de la tumba. No sé cómo volvió aquí este viejo revólver. Tal vez el mayordomo lo encontró y lo dejó olvidado. Ni siquiera tiene balas. Las saqué todas aquel día, al volver de la casa de Regent’s Park…, y las tiré. No quedó una sola bala en casa. Está vacío, míralo por ti misma. Nunca peligró mi vida, aunque hubiera apretado ese gatillo, Abby.

Y alzó el revólver de nuevo en su mano, apuntando al espejo que reflejaba sus personas al otro lado de la biblioteca.

Apretó el gatillo.

Retumbó la detonación ásperamente en el silencio de la noche, y el espejo se agrietó por completo, desmoronándose hecho añicos.

Abigail estalló en amargo, desesperado llanto, mientras Desmond contemplaba horrorizado el destrozo, desde detrás del humeante cañón del arma.

—De modo que lo pensó y ha venido…

—Así es, superintendente. Y conste que la noche no invitaba demasiado a cruzar Londres para venir a un cementerio.

Asintió el superintendente de Scotland Yard con la cabeza, mirando ceñudo a la llovizna persistente que parecía brotar de la espesa niebla, para dar su brillo húmedo a las lápidas, esculturas y cruces de aquel pequeño cementerio situado a espaldas de los muros de la iglesia de Saint John situada en el chaflán de Wellington Road y Prince Albert Road, frente al Canal Grand Union.

—Sí, es una noche de perros —admitió el policía con disgusto—. Pero esto había que hacerlo cuanto antes, señor Doyle, por desagradable que resulte.

—Sí, lo sé —afirmó Desmond, fijando su mirada en los dos sepultureros que, en silencio, arremetían con la ingrata tarea de extraer la tierra tras haber alzado la lápida donde figuraba el nombre de Cheryl Doyle y la supuesta dedicatoria de «su esposo».

Las palas entraban y salían en la mojada tierra con ásperos crujidos, poniendo una nota espeluznante en la tétrica noche invernal.

Junto al superintendente Murphy, otros dos funcionarios del Yard y un representante del Poder Judicial asistían a la fúnebre ceremonia de exhumación de los restos, primer paso para proceder a una autopsia de los mismos por parte de los forenses, nueve años después de la fecha en que realmente debió hacerse.

—Lo que me ha contado complica aún más las cosas —se quejó amargamente el policía—. Pero supongo que sólo usted vio al fantasma de Cheryl Courteney…

—Sí, sólo yo —se irritó Desmond—. Sé que tampoco va a creerme. Ni lo pretendo. Pero ¿quién puso las balas de nuevo en mi viejo revólver y por qué? Eso no parece en absoluto obra de un aparecido…

—Estamos de acuerdo, pero ¿estaba usted tan sugestionado como para llegar al punto de apretar ese gatillo sobre su sien?

—De no aparecer en ese momento mi esposa, no sé lo que hubiera hecho; estaba como en trance. Es posible que hubiese apretado, tal vez porque subconscientemente creía saber que aquel arma era inofensiva al carecer de balas. O quizás algo o alguien me estaba empujando al suicidio, no sé.

—¿Hipnosis? ¿Influjos malignos del más allá? —el escepticismo del funcionario de Scotland Yard era evidente. Meneó la cabeza de un lado a otro—. No sé, señor Doyle, resulta todo difícil de creer, ¿no le parece?

—Claro. Admito que es para volverse loco, superintendente. No espero que nadie me crea.

—Yo quisiera creerle, la verdad, pero…

Una voz dijo:

—Ya está, señor.

El policía se interrumpió. Uno de los sepultureros acababa de alzar su pala, tras un golpe seco sobre la madera. El otro desplazaba a los lados la tierra que quedaba sobre el ataúd.

—Bien… —murmuró el superintendente con el aire resignado de quien tiene que afrontar una experiencia que no le hace la menor gracia—. Veamos ahora… Procedan a subir el féretro. Extraeremos la caja de la fosa con todo cuidado para que no se rompa, y después la abriremos en presencia de todos los testigos aquí presentes.

—Sí, señor. La madera está muy podrida —dijo uno de los hombres con indiferencia—. Esta tierra es muy húmeda. La tapa se levantará en seguida. Sospecho que al mover los goznes astillaremos la caja…

Desmond y el policía cambiaron una mirada. A ninguno de ellos le hacía feliz el trance. Se acercaron los dos a la orilla de la fosa abierta. Los sepultureros estaban ya abajo, forcejeando por alzar la forma oblonga y negra al exterior. Finalmente lo lograron y depositaron el ataúd encima de la tierra batida por la lluvia.

—Ábranlo —ordenó roncamente el superintendente. Y varias lámparas alumbraron la caja fúnebre, a la espera de que la tapa se alzase.

Como ellos dijeran, la madera no resistió. Saltaron de inmediato los goznes entre fragmentos astillados y jirones de raso púrpura del forro. Desmond se estremeció, recordando la capilla de la mansión de los Courteney durante la boda.

La tapa cayó a un lado. Todas las cabezas se inclinaron mirando al interior.

—¡Vacía!

El grito del superintendente Murphy resonó como un pistoletazo en el silencio sobrecogedor que rodeaba al féretro, con el sólo sonido de fondo del tamborileo de la lluvia en las lápidas y cruces, y ahora en el raso púrpura del fondo.

Era cierto. La caja estaba totalmente vacía.

Ni rastro de Cheryl Courteney, ni de su mortaja en forma de vestido de novia, ni tan siquiera el viejo ramo de flores de azahar…

Aquella tumba de Saint John’s Burial Church no contenía a nadie.